En casa

Volver después de una jornada agobiante, cuando se tropezó además con las caras de los que hacen que trabajan pero su labor, a decir verdad, consiste precisamente en lo contrario. Pensar (ya en casa) que los árboles que amuran las ventanas no impiden sentir que un agujero grande y de color negro va creciendo y está a punto de estallar todo el tiempo. Como si se tratara de un fantasma entrometido. Esperar que se hagan las ocho y descorchar un malbec, servirlo a temperatura moderada, y ponerse lúcida sin desconocer que el inconsciente en algún momento aflora para cantarnos las cuarenta.

Medio mareada por el vino, y a sabiendas de que la vida es plaga, una mujer cualquiera entrada en años (cuando digo “una mujer cualquiera”, no digo “una señora a la carta”, ni “una señorona mezquina”, ni “una señora bien”, “una mujer ilustre”, ni “una escritora”, “una mujer circular” sino sólo una “mujer cualquiera”), esa mujer (cualquiera) se arma de paciencia y se dirige al teléfono. Llama a su hija y a sus nietos, ellos están bien, ya te dije, mamá, el domingo a la hora de siempre prendemos la computadora y nos hablamos a través de la camarita. Como si una cámara omnisciente y pretenciosa pudiera sustituir años compartidos en familia en Buenos Aires, colegios, discusiones por las cuentas del teléfono, canciones de cuna, festivales, clases de baile y de guitarra, la tarea escolar, las peleas con los chicos del barrio, la telenovela de las siete, la primera vez que la hija escuchó “Balada para un loco” en  la versión original de Amelita Baltar, o a Susana Rinaldi, a Mercedes Sosa, o “La Misa Criolla”.  La hija está lejos, para ser exactos en Nueva York. Allí las cosas son distintas, la vida es de resultado, y lo público funciona (si por “público” se entiende la fábrica de occidente o la usina de las cosas).

De seguro hablarán el domingo. Sin embargo, a la mujer cualquiera (de momento mareada por el malbec) le disgusta postergar sus ganas de oír el sonido entremezclado del castellano con el inglés de Jobelina y de Marco y la musicalidad nostálgica del voseo de su hija. Pero se tranquiliza, va a esperar en paz como lo hace cada semana, ayudada por las gotas aterciopeladas del vino en su garganta. Después de todo, su regreso a casa se reduce al hábito de diferir las ansias de hablar por teléfono con su familia y aplastar ese deseo en el tiempo a fin de que cese el desespero. (Una tarea similar a la de cazar mariposas.)

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Le han comentado amigos de amigos de la hija que, mucho más todavía después del divorcio, la soledad neoyorquina se encarama por sus costillas y se le instala en el cuerpo. Es que luchar en la ciudad de los rascacielos es como un abismo que no se va, no te deja. Al fin, piensa la mujer cualquiera, quién puede dormir en paz allí, si hay que despacharse desde temprano, dar la impresión al mismo tiempo de no haberlo hecho, y permanecer tranquilos y gozosos, de eso se trata. Se trata de eso en Nueva York.

Volver a casa después de una jornada agobiante, cuando una se tropezó además con las caras de los que hacen que trabajan pero su labor, a decir verdad, consiste precisamente en lo contrario. Y pensar (ya en casa) que los árboles que amuran las ventanas y florecen una vez al año no impiden sentir que un agujero grande y de color negro va creciendo y está a punto de estallar… Tampoco son fáciles las cosas en Buenos Aires; en ninguna sociedad, desde que las personas que nos rodean quedaron rezagadas a ser un prójimo abstracto.

Entre una copa de vino y la otra, la mujer cualquiera recuerda que cuando la designaron aquella vez para despachar expedientes, su hija tenía catorce años y ella no era viuda. El trabajo diario, entonces pesada mochila, ahora la saca de sus desbordes e impericias, y suaviza los surcos de su cara y el rictus inefable de unos labios angostados, que han dejado de besar hace rato. (Los besos van siempre de a dos, una no se puede besar a sí misma.)

La noche penetra otra vez insolente en la casa, y la luna y las estrellas se tragan el perfume de las azaleas, de las rosas y de los pobres geranios. Abajo, en la calle de los vivos, la luz se mezcla con las estelas flamantes de los automóviles, y la algarabía crece. En casa de la mujer cualquiera, la soledad se ahoga en un grito mudo, y la única iluminación la aportan una lámpara desvencijada en el cuarto de estar y el farol de bronce gastado del balcón francés, que sobrevivió a la muerte del marido y a la partida de la hija, a los nacimientos y al divorcio. La hija se ocupa de sus hijos, se gana el pan, y cuida de ella misma en una ciudad en la que la aceleración se combina con el pudor. (Su hija no se atreve a soltar ninguna rabia por la escasez de lo que llaman hoy allí “buenas oportunidades laborales”, hace veinte años que dejó Buenos Aires en busca de un destino aún incierto).

El vacío en forma de agujero negro está a disposición de la mujer de mi relato, da la impresión de estallar en cualquier momento. Pero todavía a esta mujer le quedan la rutina de los días laborales y las mañanas condenadas a aparecer con el sol que empuja y se abre paso. Y quizá también la entretiene de vez en cuando el agua de lluvia, que ayuda a las plantas a crecer y enlacia el pelo y lo vuelve brilloso. (En Nueva York nadie se preocupa ya por el agua de lluvia. Las nevadas, cada vez más intensas, le han hecho olvidar a la gente de las ventajas y de la incomodidad de la lluvia, y una allí se cuida el peinado con los productos de la marca adecuada.)

Hora de dormir, hay que apagar las luces, ir hacia el cuarto de baño por el largo pasillo de paredes carcomidas con goteras del tiempo. Darse una ducha, exponer la cara a la presión ruda del agua, secarse el cuerpo envejecido y vestir el camisón de los recuerdos. Tantear con los pies el piso de baldosas y después el parqué, allí donde la madera acompaña y da una sensación de alivio porque hemos cumplido con el deber ser de la jornada. (La mujer cualquiera aún no se retira, escoge el mismo colectivo cada vez como si se tratara de un mandato divino, esperanzada con la camarita pretenciosa de los domingos. De eso se trata vivir, vivir ahora para ella se trata de eso.)

Algo vacío y ruinoso la espera a diario aquí en casa y allá, en la oficina. En casa, la mujer cualquiera es una muerta-viva y sabe que aunque viaje a ver a Jobelina y a Marco, su hija le reprochará cosas del pasado, vaya a conocerse el motivo. (Es que no hay recetas en eso del amor de madre a hija.) Tal vez haya alguna inquina porque se distanciaron con la partida a Norteamérica, o debido a que la hija prefirió solucionar sus cosas a la distancia, o porque la madre nunca le perdonó su exilio interno. No hay una sola causa y, en definitiva, cuando alguien se va, su rostro se graba como una marca en la nostalgia y ésta se transforma en melancolía. Y a nadie le gusta codearse con la tristeza (ni a su hija).

Esta madre nunca le ocultó nada a la hija, la quiso con la clase de amor con que todas las mujeres comunes aman a sus hijas. No con el afecto de una señora a la carta, ni el de una señorona mezquina, de una mujer ilustre, ni siquiera con el amor que pueden dar una mujer circular u otra consciente.

Y tal vez por ese afecto, de escaso interés literario, cuando regresa a casa la mujer de mi relato, después de una jornada agobiante, cuando se tropezó además con las caras de los que hacen que trabajan pero su labor consiste precisamente en lo contrario, esa mujer cualquiera sabe cuánto le cuesta hoy la vida.
Aunque ahora que lo piensa, a ella le cuesta un poco menos la vida que a su hija y a sus nietos.

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