Vejez

A los viejos jóvenes y a los jóvenes viejos,
 a todos los viejos. 

Durante una mañana de esas que te quitan las ganas de ser feliz,  una lluvia torrencial se hizo de súbito presente. Decidí suspender los trámites que faltaban y regresar a casa. Me cambiaría  y con un café reparador volvería a la rutina del día. Abrí la puerta: como siempre Bato me esperaba y movía, alegre, su cola. Le devolví el saludo, de puro agradecida que soy, y encaminé hacia el  dormitorio. Estaba cerrado. Yo no recordaba haberlo dejado así, pero entré sin vacilaciones porque me molestaban la ropa húmeda y el sudor que pegoteaba mi cuerpo. Los cambios climáticos suelen hacerme rabiar, y el tener que viajar al microcentro y compartir el transporte público con otros que deben de estar más malhumorados que yo. Tenía que mudar de ropa o terminaría con una de mis gripes habituales. Un silencio incómodo inundó la habitación, que apenas registré debido a una aceleración interna que no podía interrumpir. Pero en uno de los espejos del placard de pronto lo vi reflejado, semidesnudo, mirando la ventana que abre a un balcón en flor. Mi marido balbuceaba no sé qué y no había advertido mi presencia. Bato, que venía siguiéndome y entró, contento, al dormitorio, celebró al verlo y no se sorprendió de que él ni lo mirara porque ningún perro suele asombrarse y menos de su dueño, aunque lo vea (o no lo vea) como yo lo vi entonces: confundido, como un chico. Dicen que en un instante puede cambiar el curso de la vida y, aunque yo no lo sabía entonces, lo supe muy bien después. Raúl, en efecto, había perdido la memoria y con ella se irían todos los detalles más ampulosos (o más nimios) de nuestra convivencia. Hasta mi nombre le era ajeno, según comprobé enseguida. Sus ojos, cuando le hablé, se hicieron glaucos, vacíos. Y algo tan sencillo como la palabra doméstica que circula entre dos personas que se quieren hace rato se había esfumado en un santiamén, probablemente como a mí se me figuró que sucedería después con mi vida, nuestras vidas, la vida de a dos.

Raúl y yo tenemos una hija y dos nietos, uno vive desde hace poco en Toronto por un intercambio estudiantil que nunca comprendimos, pues mi marido y yo aprendimos idiomas extranjeros en la escuela, y eso bastó. La posmodernidad tiene sus bemoles y todo lo complica, hasta el natural fluir de la vida. A mí no se me pegó la vejez como a Raúl. El calor del sol se instala en cada una de mis partículas y me alegra de vez en cuando el frío, ese que te pela las manos y que cuando lo sufrís, te hace evocar el guiso con pan fresco y una copa de vino en algún bodegón supérstite. Me enfermaba seguido de joven, parecía no decidirme a vivir del todo. Luego, cuando aprendí a conocer mi cuerpo, nada impidió el devenir de mis jornadas, y hasta me burlaba de mi tos y de mis resfríos.

Suelo emprender, ahora, largas caminatas en el barrio y me detengo cada tanto a mirar los árboles añosos, las vidrieras con vestidos coloridos o decadentes, entro en librerías y hojeo libros y revistas. Pero lo que más me gusta de ese habitual peregrinaje en Buenos Aires es emprender el regreso a casa. Así transcurren mis días: iguales a sí mismos, y hasta nuestro departamento se mantiene idéntico también, como dice mi hija.  A determinada edad, una se aferra a las cosas, las cosas te llevan a los recuerdos y estos, a la belle époque. Aunque yo siempre he confesado mi edad, un detalle de buen gusto, a diferencia de otras mujeres estúpidas que la ocultan. Por esto mismo, ningún hombre se resistió jamás a mis encantos: en los bailes nunca planchaba, y más de una vez, mamá me ayudaba a quitarme de encima a algún galán insistente. Después me casé, y el amor se transformó en un hilo delgado, pendiente de equilibrios como una hamaca para sostener el deseo, amenazado por los conflictos, la falta de dinero, la hija. Como médica ejercí hasta jubilarme, coseché algún prestigio que nunca me interesó y lo acompañé a mi marido durante nuestra juventud, adultez y ahora, cuando nos encontramos en el portal de unos tiempos más sombríos. Digo “sombríos” atento a que los años no vienen solos, la sociedad se ocupa de vos cuando te depositan la jubilación, y te molestan los huesos. A menudo, como amanecés sin ganas, tenés que hacerte de alguna fuerza para encarar el día. O aferrarte a lo bueno que te dejó el pasado, por ejemplo que la belleza no haya decidido esconderse tras los surcos visibles del tiempo.

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Nuestra hija vive lejos, su marido y nuestros nietos hablan en inglés con nosotros, pero, sobre todo el que está en Toronto, aprendió a compartir secretos conmigo en castellano. El español es una lengua rica en adjetivos, y se adverbia el afecto mejor, de eso estoy segura. Ya ni recuerdo cuándo nuestra hija decidió partir. Si fueron las eternas crisis argentinas, su exilio interno o la diáspora que ha solido hacer historia en mi familia. Sin embargo, su graduación en la primaria y el secundario, los títulos universitarios y los signos de su crecimiento, eso sí que lo recuerdo con alevosía. Raúl adora también a nuestra hija, él se lleva mejor con el otro nieto. Cuestión de gustos, el cariño suele ser insondable, poco equitativo.

Podría escribir largo sobre mi marido, que lo quiero con un amor único, como si ambos hubiéramos podido construir una épica distinta. En cambio,  diré que fue un gran compañero: luchamos juntos en la profesión, imponíamos nuestra ética como se podía, aunque las dificultades nunca nos quitaron el coraje de sumergirnos en el placer para paliar la afrenta o el disgusto provocados por esos típicos colegas que solo buscan promoverse. Acaso por no habernos civilizado del todo, ahora que lo pienso, es que nos queremos tanto.

Rául continuaba frente a la ventana mirando en dirección al vacío de su existencia y sin poder pronunciar siquiera mi nombre mientras yo iba tejiendo esta, la trama de nuestro pasado, del cual una nunca puede huír del todo. Cuesta amar. Sobre todo cuando uno de los cónyuges decide envejecer de golpe y quedarse sin estar, el amor comienza a deshilvanarse y deja enormes agujeros sin sentido. Cómo se hará para volver a la rutina del amor de a pedazos, en ese punto de inflexión cuando ya nada se parece a los inicios. Un instante nomás, y la vida escapa hacia horizontes insospechados.

Bato ha dejado de hacerle fiesta a su dueño. Hasta él quizá se dé cuenta de que algo invisible acaba de quebrar nuestras vidas. Lo alzo a Bato en mis brazos y le doy los besos que él sí puede reconocer. Es que Bato, de pronto, es una porción de continuidad en esta mañana tormentosa. Y quizá, por ello mismo, este decide refugiarse en la cocina. Me voy con él, y dejo unos minutos a Raúl, con la esperanza de que, al regresar, encontraré al marido que dejé al irme. Aquel que todavía me escuche y responda a mis caricias en su rostro.

Bato devora su comida y sacia su sed, de inmediato se pone a correr con la libertad que solo él puede ejercer a pleno. A través del ventanal del lavadero se observan los pájaros que reanudan su vuelo: cesó la lluvia. Debajo, en la planta baja, la ropa de la vecina cuelga, tendida, y las copas de algunos arbustos refulgen de felicidad porque las regó la naturaleza; un poco más allá, el tránsito apura bocinas y algunos perros ladran. Sopla una leve brisa, húmeda, y un camisón que intenta secarse entre la ropa de la planta baja, flamea con orgullo como lo haría el camisón de mi niñez. No guardo, en verdad, lindos recuerdos de la infancia, siempre me he creído una sobreviviente. Pero mi matrimonio con Rául todo lo borró más tarde: él era tan generoso que en varias oportunidades yo solía comportarme como una niña. ¡Y lo hacía para que me obsequiara sus mimos, que comprendiera mis demandas y aguantara mi necia intolerancia! Con mi hija competíamos por el amor al padre. Cuánta insensatez de mi parte. Años desperdiciados ( o no), en fin.

El teléfono suspende la trama de nuestro pasado. Nuestra hija llama, cómo está el padre, pregunta, y hablamos de banalidades. No me atrevo a contarle, aunque tampoco le miento. Es entonces cuando el silencio se mete entre las dos como un convidado de piedra. Vaya a saberse qué imagina mi hija a la distancia. Quizá por adivinar que algo no anda bien, me pregunta si debe viajar. Le respondo que su papá está bien, que vuelva a su rutina. Y después de finalizada la conversación, el sudor de una aceleración incómoda se me instala otra vez en el cuerpo. No es fácil tomar nota de la repentina ausencia del otro; de ese, mi otro, compartido en años. Y de la falta de mi hija.

Necesito a Raúl, tocarlo hasta cansarme, hablarle, volver a hacerme chiquita en la queja y la demanda, como antes, cuando de jóvenes Raúl jugaba a ser ese padre que, a partir de ahora, solo ha de perdurar en mi memoria. Y, con una angustia poco literaria, regreso al dormitorio. Abrazo a mi marido tan fuerte como puedo. No te vayas todavía, Raúl, quedate conmigo, pienso. Claro que él continúa en su mudez, sin reaccionar, mientras Bato va y viene.

Y, de repente, en ese brevísimo segundo que hubiera querido atesorar con la ilusión de la heroína de alguna telenovela, Raúl deja de mirar fijo a través de la ventana, da media vuelta, y sus enormes ojos glaucos se dirigen a  mí. Ojos que, en definitiva, no me ven (ni van a reconocerme), pues la vejez es así: en cualquier momento decidís partir sin aviso, quedándote.

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