Inmortal

Lo vio, ahí sentado desde la madrugada -según dijo- con su perro adormilado por el frío, que no dejaba por eso de serle leal; en un banco escuálido debajo del pequeño techo por entre cuyas chapas se filtraba el agua de la lluvia; tomaba el café, el cual insistía en mantenerse caliente dentro de un vaso ranfañoso de plástico. No tendría más de cincuenta, los ojos desorbitados, el pelo enmarañado por el viento. Tomaba su café y temblaba -no solo por el frío, dijo después.El perro respondía al nombre de “Inmortal”, tenía una mirada profunda pero triste, como si llevara en el cogote y su espalda todo el peso de la vida. Los vio una mañana de esas cuando salía a correr para sacudirse los kilos de la abundancia. Él le clavó los ojos y después se quedó mirándola como si se conocieran desde siempre. En efecto, había algo de desespero en ese rostro que ella no podía comprender del todo. Sintió miedo al saberse atrapada en la escena. Pero se les acercó. Quedó paralizada ante el hombre y su perro; Inmortal era, en efecto, su nombre, y el perro movió el rabo, acaso agradecido de compartir con alguien su soledad y la de su amo. Un silencio desparramó su evidencia, el cual fue solo interrumpido por el arribo del tren y el consabido bullicio de quienes apuran el paso para ganarle tiempo a no se sabe qué. Había fumado hasta el hartazgo y se aferró al alcohol desde los treinta. El hígado le estaba jugando una mala pasada, vaya a saberse hasta cuándo -le explicó, luego de que seis ojos se escrutaran en busca de confianza y de que él corriera hacia el tacho de basura, tal vez para preservar a toda costa esa intimidad que los enfermos van perdiendo entre los diagnósticos y la sanidad impuesta de los otros. Ella acarició al perro. Inmortal se llama -insistió su dueño- y fue otra vez en busca del tacho, acaso para vomitar las consecuencias de la vida civilizada que le había tocado en suerte. Transcurrieron unos minutos implacables. Ella volvió a inquietarse, pues siempre se teme torpemente ante lo desconocido. Inmortal bajó la cabeza y el rabo y aulló como un lobo en la estepa. Enseguida se durmió, y el silencio volvió a ocupar la escena. Inmortal, le gritó ella, el perro despertó. Caminó en busca de su amo, olfateó e hizo un breve mutis por foro. Volvió a aullar, ahora más fuerte, y regresó hasta donde se encontraba ella, estupefacta. Inmortal dudó un instante, pero de inmediato la siguió: corrieron desaforados por los lagos de Palermo hasta que un pálido sol los sorprendió. Detrás, un hombre alegre los seguía.

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