El puente de Brooklyn

Contrataron a otro. Había estado recibiendo llamadas como ésa durante meses. Alquileres atrasados, banco que cancela la tarjeta, echar mano a los ahorros. No era un buen día. Asimismo,  lo llamaron desde Buenos Aires. Sí, está todo bien, no, no voy a usar el pasaje, me quedo –contestó-. A él nunca le gustó aquello de entrar en detalles, menos con sus padres. Se puso  el sobretodo, y protegió su cuello con el echarpe viejo. Justo en el cruce de la 7ª, el viento intentaba devorarse a los transeúntes. Los últimos días los noticieros amenazaban con tormentas de nieve. Al fin la nieve se hizo real, y él caminó sin rumbo mientras recordaba el sol porteño (el frío calaba los huesos). Tomó el subte, cuatro paradas y el puente de Brooklyn.  La estructura de hierro del puente aguantaba cualquier peso; su columna cada vez lo sostenía menos a él. Armate de paciencia – se había dicho- en Nueva York nadie te regala nada. Tantos años de estudio, no es cuestión de volver al primer tropiezo. El año anterior había regresado a Buenos Aires, pero no lo recibieron como él quiso. Se quejaron, tanta inversión y seguís como siempre hecho un adolescente. Por lo menos en Nueva York tenía vida propia: un cuchitril, la heladera semivacía y el posgrado de Ithaka. Así que volvió a Norteamérica, no le quedaba otra. A los treinta y cinco años uno no debe darse el lujo de tirar esfuerzos por la ventana. Pero estaba a punto de dejarlo todo, no valían la pena ni el cuchitril ni la heladera semivacía ni toda esa ilusión panóptica del lógrelo ya y obtenga prestigio a cómo dé lugar. Le dará lugar a los sinvergüenzas que se esconden tras la imagen de una fama profesional de plástico. Acomodó sus pensamientos y continuó a paso firme, al tiempo que se hacía de espacio entre los camiones y las cuatro por cuatro. Él no era deportista, jamás se había arrojado de ningún trampolín, ni siquiera del borde de una pileta. Cagón, eso te decían tus compañeros de la secundaria, ¿te acordás?, sos un cagón. Pero él no es un sinvergüenza. Y, tal vez (piensa), encontrarían su cuerpo flotando en el Hudson. La policía norteamericana iba a reconstruir todos los miserables hechos con precisión. La policía era muy eficiente por esos lares (lo único que no reconstruirían, obviamente, sería su sensación de fracaso). Porque hay misterios que ni la omnipotencia de Nueva York puede develar. I don´t know, perhaps tomorrow. Give me a call! Cerró el celular, no quería oír entonces ni a Larissa. Se arremangó los pantalones, sacó sus botas de un tirón. El agua iba a estar fría, mejor. Midió la altura y se asomó. Repitió la maniobra varias veces. Varias hasta que empezó a sentir frío. El frío subía a través de las medias y se localizaba en su columna (en todas partes). Se asomó: nada, ruido de llantas en el pavimento, luces y bocinas. Hileras interminables de vehículos que aceleraban hacia Manhattan. Y él, finalmente, se decidió: volvería  a la 7ª. El mismo subte, cuatro paradas. Nuevamente en casa, se quitó la ropa y la colgó en el perchero. Abrió el celular: sin mensajes ni llamadas. (Larissa parece que no insistió.) Solo, sin trabajo alguno, por lo menos a él le quedaban el cuchitril y la heladera semivacía. Y Larissa, quizá,  lo iba a invitar a pasearse por Park Avenue como un duque. Porque la manzana de las luces es la manzana.  Y, después de todo, si tuviere que volver a Buenos Aires y escuchar los eternos reproches familiares, el puente de Brooklyn se encontraría a su alcance.

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