Cordero de Dios
que quitas los pecados del mundo,
ten piedad de nosotros.
Hace un calor indomable. El calor se mete a través de las celosías y penetra por las ventanas de los largos pasillos de la casa en la habitación que comparten él y su hermano porque a éste lo atemorizan aún, de vez en cuando, las luciérnagas de la noche. La luz ha dejado de molestar, pero azota un aire pesado que les embarga todo el cuerpo con gotas invisibles de humedad que se desparraman sobre la piel. Se ensañan los mosquitos.
El verano parece haber derrotado a estos hermanos pese al esfuerzo del día. Siempre se presenta esa sensación de fracaso estival antes de dormir, y los acompaña la impertinencia de los grillos, cuyos sonidos disminuyen la soledad de las horas. Los ventiladores trabajan sin cesar, él y su hermano miran el movimiento de las paletas y el techo como dos tontos que no tuvieran nada que decir. En Juiz de Fora la mente siempre queda en blanco durante los veranos, o se desordenan las ideas.
Crece el calor, y la noche se hace espesa. Ni las estrellas o los murciélagos entretienen la mirada del forastero. En verdad, casi no hay forasteros en el camino, y la mayoría de los pájaros adormece. Sólo las chicharras se excitan gritando como locas. Hay que tomar mucha agua, y pisar, descalzos, el frío del mosaico. Como si finalmente la naturaleza pudiera contra el hombre, les dice: ¿Ven que no han podido? Quítenme los minerales y el agua de la tierra, y me vengaré con el calor de los veranos. Se van a arrepentir de emprenderla contra los árboles y por haberse atrevido a allanar la selva.
La humedad baja a los muebles y se localiza en las mesas de luz. Él siente asco. Jode por lo demás el insomnio. Encender la luz para leer sería embarazoso: hasta hace daño el calor que trasmiten las bombitas eléctricas.
La madre los despidió aquella noche con el beso habitual en la frente. Le habían pedido, a la cocinera, que les preparara una moqueca con más pimientos que cilantro para el almuerzo. Todas las noches se encargaba en esa casa el almuerzo del día siguiente. La cocinera conocía de pescados. Cómo no, si era bahiana. La madre desconocía el saber doméstico de las comidas (y de sus hijos). Todo, menos la buena vida.
Años atrás, en julio, los había visitado en la casa el nieto de la bahiana, un muchacho altísimo, de mirada astuta y pelo negro. Los hermanos pasaban mucho tiempo con él. Emprendían caminatas por las sierras de Mantequeira, trepaban a los árboles, iban a cazar pirañas en el río y si acaso volvían a casa heridos, exhibían las mordeduras como un traje nuevo de domingo.
El bahiano les enseñó cómo se conquista a una mujer. En verdad no respetaba a nadie, excepto a su abuela porque en su opinión combinaba el coco rallado y los mariscos con acierto poco normal. En Bahía no se discute el placer de los platos picantes mezclados con el azúcar.
Su madre poseía, en cambio, la frialdad del que se somete sin discusión a las reglas sociales. Diseñó su vida entera como si esta fuese un pasaje al conformismo. Y si daba a veces la imagen de proteger a sus hijos de la bestialidad del padre, era tan sólo para evitar el barullo social. Nadie debía siquiera sospechar la violencia oculta en esa familia. Y cuando alguna desgracia andaba al acecho, la solución consistía, para la madre, en cumplir la ley. Fuera la de Dios, la ley jurídica, la estética. (Cualquier ley, en fin, de todas las incumplidas por ella.) En Juiz de Fora se cultivaba la moral victoriana, aunque lo único victoriano que parecía ostentarse en esa familia era el des- apego al prójimo.
Experto en lo temerario, el nieto de la cocinera gustaba de incendiar los tachos de la basura desde dentro luego de arrojarles nafta. Había que salir corriendo de inmediato para no quedar atrapado en las llamas. El bahiano aprendió eso en las favelas, una manera de pasar el tiempo, sentir la muerte de cerca. Él lo hizo una vez. Pero casi se quema vivo, así que dejó al fin que el bahiano enfrentara solo los riesgos de su locura.
Después de aquel julio agitado, los hermanos no lo volvieron a ver al bahiano. La cocinera dio muestras de olvidar definitivamente al nieto. Es que ella se había acostumbrado a vivir en Juiz de Fora, costaba muchísimo sacarle una palabra sobre su ciudad natal.
El insomnio se prolonga esta noche. Y de pronto, se quiebra el silencio. Por qué no jugamos al juego de la muerte – le pregunta el hermano -. Él los espió algunas veces al hermano y al bahiano, un juego de hombres. El hermano recibe varias negativas por respuesta, pues no se debe desafiar el destino. Pero el hermano no se deja convencer e insiste: si salen de esta, vencerán el calor y se dormirán. ¿Qué culpa tienen de haber nacido en una tierra que se cocina a diario en el infierno?
El padre los había iniciado a ambos en los desafíos a la naturaleza desde su infancia. Nadaban contra las olas del ancho mar, corrían como locos al borde de la montaña ignorando el precipicio. Claro que su hermano se reía siempre con una risa franca. Y además no era avezado en los números. Le costaba estudiar (“un chico eterno, eso vas a ser”, le gritaba el padre), y entre él y la madre lo protegían. No fueran a darse cuenta de que era distinto a los demás. Tal vez un poco débil.
Y él se encargó de cuidarlo, nunca le negaba nada a su hermano. El hermano hacía berrinches, o armaba escándalo si no se le concedían sus pedidos (a veces, caprichos). Con eso lo dominaba.
Dale, ¿qué te cuesta?, hace un calor de mierda y va a hacer tanto calor con el fuego, que después de jugar nos va a parecer que estamos nadando en un lago, yo sé lo que te digo, dale-dale-dale – insistió-.
Y lo hicieron: semidesnudos, buscaron dos tachos, y se arrojaron adentro con cerillas encendidas. Los gritos de los hermanos se disparaban al cielo, las llamas crecían por el combustible mezclado en la basura. Y saltaron. Saltaron por fin los dos con la rapidez de un relámpago. Y él se trasformó en un animal que exhibe contento su presa. Lo recuerda bien: los dos parecían haber vencido el calor y a la naturaleza. Sí, lo lograron, ya sos hombre, hermanito.
Pero el hermano no le contesta, y él ve algo muy feo, aunque no quiere ver. Qué te pasa, hermanito, dónde estás. Ahora ve una tromba de fuego. Y sólo recuerda los gritos del hermano consumiéndose. Y los de su madre. Y los gritos de horror de la cocinera. Y cuando llegan algunos peones con mangueras, a él le parece desmayarse.
Y despierta en la casa un poco después. Semidesnudo, así como estaba y como está. Y le da vergüenza, y no quiere vivir más. Pero la policía lo ayuda a levantarse, y lo detienen. Y se lo llevan. La madre no le habla, lo mira con ojos graves. Sólo el llanto la invade. Y la cocinera le dice a la madre que hizo bien en denunciar al hijo. La ley es la ley. Y la abraza a la madre que nunca cumplió demasiado la ley, pero que necesita de esta para no saber (ni de su familia ni de ella). Y las dos mujeres se abrazan. Ya no lloran. Sobre todo la madre, que parece aliviada cuando se lo llevan a él.
Por entre las rejas de una pequeña ventana, en la celda del puesto policial, él espía hacia afuera. La noche se hace más espesa, da la impresión de chocar a toda velocidad contra sí misma, como un meteorito perdido en un espacio sin medida humana. Sin embargo, unos truenos y algún rayo anuncian temporal. Va a llover en Juiz de Fora.
Y ahora el agua cae, pesada, e inunda el empedrado. La tierra seca se trasforma en barro. El barro cubre las calles, y él saca sus brazos por entre las rejas para lavar su miedo y el del hermano muerto.
Y no hace calor. Nunca hará más calor en Juiz de Fora.
“La avenida del poder”, págs. 76/80.