Después de que insistió, empecé a trabajar para la señora. Es la cuarta casa que limpio en lo que va del año y estoy contenta porque ella no es mezquina como las otras patronas. Aunque me parece que si nos llevamos bien, es porque la señora duerme mucho o se la pasa en el balcón mirando sus plantas. Está grande, yo soy joven. Pero ¿se dio cuenta, vieja, cómo pasaron los años? Cuando nació la Susi a usted no le gustó nada que el José me preñara. Se enojó con la cuestión de que Ud. iba a ser madre y abuela a la vez. Y lo peor, me dijo, no tenés guita y vas a atender a un crío, ese José es un desgraciado, te pega y todavía pensás que se ocupará del chico. Y quién se preocupó por nosotros y por la Susi, dígame, vieja, usted que todo lo sabe. Mi hijo (y su nieto) ahora tiene doce, y la buena noticia es que no será martes cuando cumpla sus trece. Así que ya que siempre anda maldiciéndonos en el vecindaje, que nuestra familia no tiene suerte, la pierna que perdió la Elsa en ese accidente estúpido al cruzar la calle mientras el colectivo avanzaba, nadie quiso terminar el colegio excepto yo, y que patatín y patatero, debería atender estos lindos detalles antes de hablar mal. Porque si fuéramos tan desgraciados, el Ángel cumpliría cada año un martes trece.
Pero le confieso que me da miedo las veces que Ángel se aparece por la casa de sorpresa. Así como es: flaco y con esa mirada… La señora es buena conmigo, me regala ropa que no usa y cuando él viene, le tira unos pesos, que se gasta en sus porquerías, en fin. Le he dicho que se cuide, esos amigos que tiene asustan de solo verlos. En cualquier momento arman una bandita. Se sienten hombres. Los amigos del Ángel tratan mal a las chicas, y a uno lo escuché decir el otro día que la vida no vale nada, que se mataba él o mataba a unos cuantos, que harto se sentía, total que nadie se iba a dar cuenta. Qué me cuenta, vieja, usted que lo llevaba a su nieto los domingos a misa, como a mí y a mis hermanos. Precisamente por su fe, vieja, a mí me da vergüenza mi hijo, aunque es el único que tengo, usted sabe. Una al hijo lo quiere, y basta.
La señora también tuvo uno solo, él se aparece cuando necesita algo, y lo he visto llevarse vueltos de la cómoda. Mire que como usted me enseñó, yo no me quedo nunca ni con diez mangos, lo del otro es del otro. Por eso no me gusta nada que Ángel nos visite sin avisar. Mire, vieja, si la señora después me reclama a mí, o lo pone a su nieto en una situación fulera. Me como las uñas de los nervios cuando toca timbre, y mi cuerpo hierve de rabia: nunca me hace caso, pero es un angelito, el pobre. Si yo no puedo estar para cuidarlo, trabajo todo el día, como dice el curita en la iglesia, todos sufrimos y nos igualamos. La señora me cuenta que nunca salió de la casa, dedicada a la familia, y, sin embargo, mire qué hijo le salió. Para mí que es la época, esos programas de la tele que les hace estallar la cabeza (si la tienen).
Claro que lo noto raro últimamente al Ángel: llega tarde, con los ojos desorbitados y hecho un loco. Se baja todas las cervezas de la heladera. La señora me aconsejó que vaciara mi casa del alcohol, pero no me aguanto sus gritos cuando se ve obligado a tomar agua o coca cola. Me gusta la coca cola, ese gustito entre azucarado y amargo que te llena de ardor las encías y se te mete en la garganta. Y me acuerdo de las películas americanas viejas de cuando yo era chica, usted también las veía con nosotros, ¿recuerda, vieja? Y me imagino en ese vestido blanco de la marilín, la marilín del viejo (su marilín), cómo lo peleaba usted a papá con motivo de esa escena que describíamos al cansancio, y ¡hombres!, exclamaba resignada en la cocina mientras dejaba que se asaran el pollo y las papas rociados de aceite, ajo y orégano
Ese olor todavía circula por mi nariz, me dan ganas ahora mismo de comerlo.
No sé de dónde sacó plata para comprarse mi hijo un celular tan moderno. Ni yo tengo uno así: desde que me robaron el último al bajar del tren me juré, vieja, no malgastar más en esos aparatitos. Con uno viejo basta. A la final estamos comunicados para enterarnos de todo lo malo que nos pasa. Pero el que he visto de Ángel está forrado como de un color verde que pasa al azul según cómo lo mires. Y suena y suena. Parece un ministro el Ángel. Pero delante de mí habla bajito, no me entero de nada.
No se vaya a enojar, vieja, con esto que le voy a contar, pero a alguien se lo tengo que decir, y usted, aunque se llene de bronca, es la única que me oye. Con la cuestión de las amistades del Ángel, yo creo que su nieto roba, vieja, de dónde saca la plata si no para darse una vida de duque en los boliches con esas taradas. Me abandonó el colegio, no hubo caso, y hasta me pegó fiero cuando le dije que en mi casa no entra ni el paco ni la guita que se hace a su costa. Por eso tengo esta cara de desgaste y tristeza que usted me critica tanto. Ningún maquillaje puede tapar tanta vergüenza. Y sin ir más lejos, el otro día, cuando la señora dormía en el cuarto de vestir (se había quedado mirando esas telenovelas que ni veo del cansancio), el Angelito entró con dos amigos y me amenazaron si chillaba. Tenían unas navajas filosas de acero brillante y corrían como gatos. Se llevaron todo lo que pudieron y me taparon la boca con una cinta asquerosa, con gusto a goma carcomida.
¿Recuerda, vieja, cuando la Susi y el Ángel tomaban juntos la mamadera? Nos turnábamos para cuidarlos, éramos una familia y nos ayudábamos. Elsa cojeaba y se moría de la risa al cambiar pañales, y después como premio, mirábamos la tele hasta que nos entraba el sueño. Cualquier cosa veíamos, se trataba de sentirnos acompañados en las noches espesas. Pensaba justo esa mañana en tomarme unas vacaciones, dejar plantada a la patrona e irme a dedo a la costa. Pero seguí su consejo y me fui nomás a laburar. Y entraron los chicos y el Ángel, y se armó la tragedia: la señora supongo que nos habrá oído, y al verme los enfrentó. Después del golpe que le dieron, su cuerpo se derrumbó ensangrentado, y huyeron. Mi Angelito escapó como un cobarde. Pero me dijo: vieja, llevate alguna cosa de recuerdo, vos no laburás más de sirvienta.
¡Sirvienta!, jamás me llamó así la patrona, y yo fui una reina de la escoba y los cucharones. Pero, angelito mío de mi corazón, le grité quitándome la soga de las manos y la mordaza, cómo se te ocurre que voy a hacer semejante cosa. Entonces se me llenó la boca de náusea. Intenté rezar, no pude. Y en esos minutos se me vino encima la carita ilusionada de su nieto cuando iba a salita de cinco, la maestra era preciosa. ¿A que no la recuerda?
Me odio, vieja, claro que me odio y nos odio. Usted tiene razón al hablar mal de la familia. Pura mala suerte, eso tenemos. Y lo odio a mi hijo y al José que nunca apareció, un malparido. Razón que tenía, vieja. Y me indigno, aunque de inmediato lo vuelvo a querer al Ángel, y a usted, a la Elsa, a la Susi y a la familia. Y el Angelito mío tambalea un poco al oírme gritarle y se raja igual enseguida con sus amigos, el pobre. Se lo debe todo al paco, qué puntada en el estómago, vieja, la señora tan buena, tirada en el piso. Pero si viene la policía me van a detener, disculpe que le vuelva con la mala onda, vieja. Porque yo no diré nada del Ángel. Cómo se le ocurre que lo voy a delatar. Ya sé, la ley es la ley, pero una madre no traiciona a su hijo.
Angelito mío. ¿Sabe, vieja? Ahora que lo pienso, también nosotras tenemos nuestros errores y me aguanto.