Relato

Carta a mi padre

El barco, amarrado a uno de los muelles del hotel, aguardaba desde temprano. Mientras nos dirigíamos hacia él, pude observar el cuidadoso bordado de las cortinas, planchado impecable, que protegían del sol a las mesas de la confitería, en la cual podríamos tomar café más tarde durante la travesía. Serían como las nueve, cuando después de un desayuno frugal, mi esposo y yo abordamos la embarcación junto a un grupo de pasajeros de distinta nacionalidad. Entre ellos, una anciana holandesa, de sombrero elegante y con pollera larga, comenzó a conversar amorosamente, primero en un español un poco inenteligible y luego en un fluido alemán, que le agradecí porque estábamos en Berlín y yo quería confundirme, bajo el añejo aroma de los tilos que llegaba al Spree, con los lugareños que pertenecían, sin mestizajes como el mío, a la lengua de Goethe. La misma en la cual papá, cientos de veces de niña, me susurraba con orgullo al oído: was guckst Du so?, qué andás mirando frente a mi mamá ofendida, que exigía en casa un riguroso castellano, pues a diferencia de lo que aconteció después, los extranjeros eran por entonces, para algunos argentinos, molestos inmigrantes. Ilse se llamaba la anciana, como la escritora Aichinger, y gozaba de buena salud literaria: su ocupación consistía en enseñar narrativa germana en una cátedra real de la cual era titular en Utrecht y, a su parecer, debía prestarse atención al grupo de posguerra  en el que descollaban Heinrich Böll, Günter Grass, Uwe Johnson y otros. Estos, en efecto, ya habían anticipado la Europa alemana de hoy. Sus ojos, color del tiempo, me recordaron enseguida los de papá: transparentes, el peso de la vida nunca quedó atrapado en ellos, por lo menos crecí con esa idea.

Soplaba en Berlín una brisa agradable. Entre esta y el sol que se esforzaba en salir, el frío al fin huyó hacia otra parte. Y en los albores de un otoño calmo y con algarabía, una vieja porteña y su marido, acompañados de turistas y de una pintoresca y sabia holandesa emprendían un viaje tranquilo, en unas aguas claras y entre esclusas, que abrían el paso a la embarcación como si nos encontráramos, incluso en Europa, en un fuera de escena, die älteste Karikatur der Welt, la última caricatura del mundo – habría dicho mi padre. Desfilaban ante nuestros atentos ojos de turistas, uno tras otro, lujosos edificios públicos y casas de residencia con jardines, el observatorio, la biblioteca, los museos, la Berliner Funkturm, erigida entre altos y modernos edificios de oficina y las novedosas playas de ciudad construídas a la vera del Spree, el zoológico; todo eso que te permite descubrir un Berlín pujante aunque alejado de los ruidos de su superficie. Entre puentes, gente de todas las edades que apura hacia el trabajo, chicos que juegan o ancianos que desayunan, leen felices el diario o pasean a su perro. Debajo de otro puente, los murales disfrazados de potencia (o tristeza a veces) en su inconfundible arte callejero. Más tarde, la ruta de los cercos electrificados que ya no están, pero que recuerdan familias enteras hechas trizas por la cartografía permitida antaño por “los aliados”. Patos y gansos. Desde aquí, debajo de la ciudad y alejada del vértigo de la rutina, ignoro la razón, la noche se me aparece en la imaginación como un fantasma, como si el día tuviera que mantenerse alerta pese al progreso pues algo, aún, podría reproducirse en la historia, y los alemanes temieran.

El barco se desliza, y se oye la chicharra de la sirena que anuncia la próxima estación. Ilse se encarga de hacer una radiografía de Holanda, y los tulipanes ocupan la charla. Pese a que del gran sombrero asoma su pelo envejecido por el tiempo, yo me siento mucho más vieja que ella. De hecho desde que cumplí los cincuenta, las arrugas que me devolvió por primera vez con dura franqueza el espejo vinieron a corroborar que mi cuerpo llevaba consigo dos guerras y hasta la que desató mi padre contra el alcohol, venciéndolo de casualidad, pues las victorias no se han hecho para nuestra familia. Acaso nuestra única victoria haya sido la de ser vencidos, como este Berlín orillero del Spree que descubrimos navegando, donde todavía se lee Gedanken sind frei, pensar es libre porque la zona que lidera el euro necesita expulsar, con desespero, toda forma de labilidad o sufrimiento. Pese a la ligera y oxigenada brisa me siento ahogada, querría volver lo más pronto posible a mi Buenos Aires, pero Ilse, la holandesa, me anima a retomar la felicidad de estar en Berlín y nos invita a un café. Va por él al bar, y le comento a mi marido que cuando finalice este recorrido por el Spree, tomaremos un auto hasta Steglitz en el número 1A de la Sloßstraße, donde sobreviven por lo menos una puerta de enormes vidrios esmerilados y una breve escalinata que conduce hasta los ascensores. Cuántas veces habrá entrado y salido por esa puerta mi padre, vaya a saberse.

Regresa la señora Ilse con una bandeja y tres vasos, enciende un cigarrillo, y tocamos destino. Se hacen las maniobras de amarre, y suben nuevos pasajeros con teléfonos celulares y cámaras de fotografía en mano. El río apenas genera algunas olas, nuevos patos y gansos a la vista. De los recién embarcados, algunas parejas prefieren bajar a la confitería, otras familias o grupos de amigos ocupan los últimos asientos de la parte descubierta, y el barco reinicia la marcha. Ilse y mi esposo continúan charlando, le hablamos de Buenos Aires y, de inmediato, Cortázar y Mugica Lainez monopolizan el diálogo. Mi mente divaga en la lengua de Goethe, como si volviera a las dificultosas lecciones de Stifter en el colegio y, de súbito, el llanto me invade por completo y un peso inesperado se localiza en mis piernas. Es tal la irrupción que me veo obligada a bajar a cabina para evitar un papelón, y me quedo el resto de la travesía encerrada en uno de los baños y espiando por entre el ojo de buey, avergonzada de mi propia nostalgia, de la melancolía irresoluta de mi padre, de aquellos ojos sinceros y transparentes que evitaron en Argentina, como pudieron, muchos años suyos de pérdida y soledad. Cuánto me habría gustado escribirte una larga carta, papá. Para decir aquello que quedó en silencio o que se confundió en los habituales entredichos de familia. Mi alemán jamás será como el tuyo porque es réplica o más bien mestizaje. Cada uno interpreta la realidad a su manera y en su lengua. Quién sabe qué impresión te habrías llevado durante este viaje, pero, de seguro, habrías advertido como yo la misma actitud de omnipotencia que percibo desde chica en algunos alemanes. Decime, ¿cuántos años se necesitan para superar los fracasos disfrazados de victoria, papá? ¿Tanto horror, indemnizaciones y culpa para esto?: un país con épica que desembocó en la muerte, luego la guerra y se levanta. Y ahora lidera qué, decime.

Los ojos se me han secado de tanto llorar, y oigo un ruido sordo de máquinas, que tal vez confunda mi memoria con aquel de unos tambores que evocaban el fin de la última guerra, esa guerra que vos nos narrabas se había llevado puesta la esperanza de los buenos alemanes. Cesa el ruido de máquinas, el barco amarra, y un golpe en la puerta, sin que me atreva a contestar besetzt, ocupado, me devuelve a la realidad: el recorrido ha llegado a su fin. Parece que a Berlín lo voy a llevar inscripto en mi memoria, y supongo que se irá a actualizar, cada vez, en travesías o viajes a Alemania como este. Pero es probable que continúes, papá, sobre todo aquí en este Berlín orillero, o allá en mi Buenos Aires sureño susurrándome siempre al oído was guckst Du so?, qué andás mirando. Tal vez de puro curiosa que soy.

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