Una dama, un gato persa y un mendigo

Por ahora, mínimo en la página en blanco de la computadora, me dejo garabatear como el mármol sometido en confianza a los martillazos de su escultor. No alcanzo a ser discurso, eso dependerá de la audacia del escribiente, de que yo le exhiba sus contradicciones y él las supere; de que si hay una metáfora que no funciona o una metonimia muy obvia, reescriba el escribiente, dejándose oír al correr de mi  lectura. En tal caso, él dejaría de ser un manso consumidor del idioma cuando la voz o el tono del relato o la viñeta que decida escribir se le impongan. No llevo nombre, sólo me reconocería un lingüista un poco extraviado, de esos que miran la luna embelesados pero la reducen a “l-u-n-a”. Texto, para-texto, hipertexto, sub-texto, contexto; géneros, puntos de vista, estilos… De momento, solo reproduzco lo que veo: palabras apenas que se hilvanan en escuetas expresiones y que quizás, desemboquen en un río, un riacho, en un ancho mar o en el profundo océano… La eficacia de esta metáfora (y que yo pase a ser protagonista) dependerá del azar: por de pronto, no deberían descartarme al primer intento, enviándome a la papelera, y los sucesos que me den alguna inmortalidad tendrían que convertirse en algo consistente que cree una atmósfera y diga algo para alguien, más allá de mí (y del escribiente). Acaso sea yo el portador del mensaje, y si no hay mensaje, tal vez hasta me convierta igual en un narrador – testigo o en el protagonista de vaya uno a saber qué cosas libradas al lector. Pero va a costar que  este reconozca la base que sostiene mi entramado. Pocos se ocupan en verdad del tejido que narra: los críticos, algún ensayista, los dedicados al oficio.  Algo parecido sucede con la gente: a menudo desconoce la vulnerabilidad propia y de los otros porque no se detiene en los detalles, y así, suelen ser poco visibles los túneles subterráneos, la cañería de los edificios; el recolector de la basura, los bomberos, el diseñador de un producto. Lo que hace al conjunto suele pasar desapercibido a primera vista y casi siempre se presume, dando por sentada su hechura. Son tiempos de visión global, de lecturas rápidas, nadie acepta el desconcierto, lo complejo.

¿Cuándo un escribiente se convierte en autor? ¿Bastará con que me acuerden un sentido, me den a conocer, que me publiquen? Sin lector, ni siquiera naceré. Sin edición, aun bailando en las redes, mi subsistencia será efímera como una nevisca expuesta a un sol intempestivo y regordete. Hay que impresionar desde el principio cuando se cuenta. Es la primera regla. Ejemplo, si el comienzo fuera: Una vieja dama aferrada a su bastón se sienta en el único banco que nadie ocupa de un parque negro. Se le acerca un mendigo, y ella se horroriza  un poco. No es la cara de él, vaciada merced a años acumulados de angustia la que alerta a la dama, sino el gato persa que lo sigue y maúlla al verla. Nubarrones. El gato persa salta al regazo de la dama y le rasga su pollera, ¿no parecería que se van a revelar secretos similares a los de la Señora B, de Brecht? “Esta vieja se las trae”, pensaría el lector. Si, en cambio: Una dama se aferra a su bastón. Sentada en el banco de un parque, se le acerca un mendigo. El gato que lo acompaña maúlla al ver a la dama y salta a su regazo, ¿qué otras asociaciones haría el que lee? Ninguna vinculada a Brecht. ¿Y si el escribiente eligiera una primera persona para hacer una especie de cámara subjetiva valiéndose de la anciana? Nadie se vería motivado a leer después de la primera página: agobiado, el lector abandonaría enseguida, pues qué interés suscitarían su atención una mujer con bastón, un mendigo y un gato persa descritos por la vieja desconocida. Claro que, en cambio, un relato, un cuento o una viñeta contundentes pueden llevarlo de las narices hasta un drama, una tragedia o, simplemente, a que espíe bochorno o alivio en alguna inventada comedia de la vida. Descarto los relatos de terror o  alguna novela negra, pues en tales supuestos mi intervención visibilizada sobraría de aquí a la China. Pero ni yo mismo sé adónde van la dama, el mendigo y su gato persa: los textos se juegan en los inicios pero hay que sostenerlos. Sin embargo, como soy un receptor pasivo que oficia de puente entre el  lector y su escribiente, solo las palabras bien elegidas van a justificar mi existencia discursiva (también que el escribiente se convierta en autor). Como el silencio es más elocuente que las palabras, estas deben ser sabias, musicales, a fin de que yo (y los personajes) podamos adquirir cierta dignidad en la página. ¡Menuda tarea!

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Una  dama aferrada a su bastón se sienta en el único banco que nadie ocupa de un parque negro. Se le acerca un mendigo, y ella se horroriza  un poco. No es la cara de él, vaciada merced a años acumulados de angustia la que la alerta, sino el gato persa que lo  sigue y maúlla al verla. Nubarrones en un cielo extraño. El gato salta al regazo de la dama y le rasga la pollera. Flaca y barrigona, ella posee unas manos con haces oblicuos de venas anchas y azules. Sus dedos se agitan, independientemente de su voluntad porque comparten el temblor del tiempo en el que los ruidos de la vida se hacen cada vez más lentos. Incluso, mutan en prolongados silencios… La dama, supongo, debe de haber conquistado amores con sus históricos ojos color esmeralda. Pero su mirada no brilla. Apenas si armoniza, en su rostro anguloso, con una sonrisa breve, sarcástica. Sonrisa breve, sarcástica: se trata de quien no se extravió entre gestos, cuya vida no debe de haber sido un manantial naciente. La dama se sentó en el banco olvidado de un parque negro. ¿Por qué negro? Vaya, encima, con exigencias – diría el escribiente. Pues no, es curiosidad. No se trata de un parque de diversiones, un jardín botánico, de una plaza, un espacio abierto, sino de un parque negro. Vale decir, de uno que ocultará ¿secretos? Difícil saberlo contemplando a la dama como está, mirando sin ver y viéndolo todo sin mirar.

La anciana no se queja de los agujeros que provocó el gato persa en su pollera. Demasiados sobrelleva: un hijo muerto, un marido que la dejó en busca de brazos  que, al tacto, recordaran el terciopelo flamante del telón de una obra (mediocre) a estrenarse. Todo ello sucedió  alguna vez tan lejana, que la vieja dama ya ni recuerda. Los rasguños del felino, al contrario, se diría que la animan, sacándola de la incontrovertible serie de hechos que conforman su rutina desde que se quedó sin hombre y sin hijo. Porque amanece su jornada a la misma hora que marca el desvencijado despertador en su mesa de luz y transcurre luego en calma. A, b, c y d. La misma progresión matemática, sin sobresaltos ni sorpresa. Expuesto al sol o a  la lluvia impudorosa, su existir se confirma cuando sigue, muy atenta, “Polémica en el bar”. El programa en la tele, de lunes a viernes, le depara otra cena que  ella deberá prepararse, pues el médico le ha dicho que una se debe alimentar saludablemente. Durante los fines de semana la esperan revistas sobre chismes del corazón, lee algún periódico, camina y recuerda… Saluda siempre al portero, a sus vecinos. Desde que quedó en soledad,  la liquidación de las expensas le recuerda que, además de que todos consumen gas y luz, si no fuera por ella, cumplidora civil, el consorcio (y hasta el Estado) tendrían deudas más abultadas todavía.

El mendigo (Francisco se llama, le ha dicho él a la dama) se disculpa por la travesura del gato, que  no tiene nombre. Es que  algunos felinos (le dice) no necesitan de ninguno: sólo son, como este. El parque negro fue oscureciendo durante alguna que otra noche porteña, cuando el alcohol, la droga y otros excesos suplían (y suplen) la falta de racionalidad en los prejuicios, la violencia y la estupidez más genuina. El gato salta, viene  y va. Treparía a las tipas, que por la estación del año, han comenzado a llorar.  Como sabe sobrevivir, mejor ejercita su acrobacia en tierra. El cielo insiste en cerrarse sobre el parque negro. El parque ha sido cercado para resguardarlo de los chorros y del vandalismo adolescente que los padres desconocen pues están ocupados en forjarles un destino a esos inocentes. La dama del bastón, cuyo nombre no interesa, está afiliada al PAMI. No guarda rencor a la humanidad por la suerte que le tocó en la lotería de su vida; no se resiente con los civilizados de día y los borrachos y anarcos de la noche. Aunque no se le escapa que en el parque, aun cercado, hubo robos, violaciones. Fiestas grupales con cerveza. Ella ama Buenos Aires pese a estos detalles miserables. Incluso se alegra de que el mendigo se llame como el Papa porque es devota de la Virgen. No acusa a su ex marido (fugado, al fin, con una joven), ni a quien asesinó a su hijo por el hecho de que andaba libre y contento en bicicleta aquella mañana sucia de invierno. Se ve que el homicida se cansó de andar a pie y lo atacó. Pero Dios ama a sus hijos y por eso  los carga con la mochila que sus hombros pueden soportar, esto le enseñaron en la Iglesia.  Así piensa ella, que es una de Sus hijas. Pero le da rabia ese agujero poco estético en su pollera. No, el arrojo del felino, qué culpa tiene de ser un ser de Dios, un suspicaz y feroz animal de la naturaleza. La dama, muy humana, solía jugar a la canasta y al bridge, iba al teatro, leía. Tenían un buen pasar con su ex marido y hasta una casa quinta en zona Norte. Muchos amigos entrañables. Y  ella adoraba a su hijo (muerto) y se preocupaba por él y por su ex (ahora, con la bruja). ¡Pobre, en manos de esa que debe de deglutir su bolsillo con el mismo goce con que ellos disfrutaban, en familia, del pollo al ajo con papas a la crema, que cocinaba entonces tan campante! Todos los domingos, la dama preparaba esa receta y muchas otras, menos los 29, cuando siguiendo la tradición, amasaba unos ñoquis incomparables, que ahora no amasa y compra en la casa de pastas cuando le sobra el dinero (pocas veces). La dama y el gato persa no tienen nombre. Un mendigo necesita un nombre; un producto ¿una marca?; un relato, una viñeta, un título. Ellos, no: el Cielo espera allá arriba, bendiciéndolos aquí abajo en su desgracia secular. Por eso, cuando Francisco le pide limosna, la dama deja su bastón y le da los últimos cien pesos que le quedan del mes. Aunque ella no tenga demasiada suerte, sabe que debe amar al prójimo como a sí misma. La parábola de la samaritana: la caridad, no mirar para otro lado, tener paciencia con los demás y con una, no juzgar al otro. Y ¡templanza!: todo está escrito y se lo enseñaron. Y ella se lo enseñó a su hijo muerto. El gato persa al fin se tranquiliza después de sus grititos y de la travesura que destruyó su pollera. Francisco saca un pedazo de pan de su abrigo antiguo; saciará así sus carencias. Sin pasión.  La dama recuerda sus almuerzos, las cenas, algo llamado “deseo”. Y mira al cielo extraño, que se ha puesto ahora un poco venenoso. Acaricia la cabeza perfecta del gato persa, que se le acercó muy manso y maúlla pero la mira casi con buenos ojos. Y ella sostiene fuerte su bastón, saluda a Francisco  y se va, rumbo a casa. A las 20 verá “Polémica en el bar” mientras cena. Y continuará la progresión de su rutina hasta que Dios se la lleve.

¿Qué podría haber hecho – piensa la dama (también el narrador y yo) – con esos cien pesos  en un parque negro, sola, viendo pasar a chicos en sus bicis, el agitado tránsito en la avenida; a parejas besándose a destajo, sentadas en los bancos del parque o a corredores natos que consumen kilómetros para sentir bienestar, mientras un mendigo y un gato persa intentan conservar su dignidad en un texto mínimo como este?

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