Apuntes escépticos

para un desastre programado

“No me gusta vivir – insisto.”
Anónimo

En medio de un vacío urbano (de esos que padecemos las que no somos normales), cuando te decís “salí” sabiendo que estando fuera te impondrías regresar a casa, se agiganta su presencia en la memoria, remedo de una vida de soberano hartazgo. Ficcional, si se quiere, porque todo se trata al fin de relatos. A propósito, qué es la ficción – te preguntás-, y enseguida aparece su imagen como escorzo.

Tus ideas vagan sin orden, por momentos te acosan sin mala intención y terminan por volar gravemente hacia Sloterdijk. No podés perdonarte, sin embargo, el pensar que tal vez el lúcido germano se ha tomado un trabajo innecesario: adónde se arriba con la épica de los meandros si nadie ha podido restituir el mundo al mundo, y menos lo harán otras teorías, o los vanos intentos de revoluciones, etcétera. Recordás ahora y aquí mismo, en esta habitación que antes parecía importante (porque andabas por fuera evocándola), aquella tarde ominosa cuando la desafiaste en un panel de aburridos homenajes. Lo hiciste valiéndote de una pregunta sencilla, como siempre al navegar entre las letras del otro (¿”qué es la escritura femenina sino un capítulo más de la literatura que se alza, orgullosa, ante la muerte?”). Y ella rió, lo hizo a labio franco, miró al auditorio con ojos de cariño, pues imaginaba -sin conocernos entonces- las batallas ganadas y perdidas, en las que ambas metíamos como punta de saeta alguno que otro de nuestros textos y voces. Pero los poemarios y novelas de la poeta, te decís, por lo demás evitando que por alguna degenerada razón alguien pudiera hurgar en estos raptos tuyos de tristeza, su poética -te repetís- no ha de formar parte, en efecto, de ninguna antología del escándalo ni quedará enterrada en las vetustas bibliotecas de la nada. Su poesía está viva, sangre universal recorre sus vísceras.

Y continúan en averiado vuelo tus remembranzas, se hace presente una ausencia en la habitación del improvisado cuenco: había sido en la mañana de un sol rabioso de un año tan lejano que ya ni recordás con precisión la fecha, cuando la poeta y vos dejaron sentado, por ante el actuario, aquello de que la escritura de mujeres no es solo de género. Es, y con eso basta. El señor actuario se había asombrado de una declaración de tan noble valentía, es que éramos mujeres de esas que escribimos sólo inspiradas en el dolor y la controversia aun cuando no diéramos cuenta de nuestra exclusiva propiedad femenina sobre estos. Defendíamos nomás la buena escritura, la literaria, la única que conocemos por humanistas (aunque no fuera la políticamente correcta), de esa que prescinde del regodeo quejoso, y no por ello se distancia de la desgracia humana. Piel de cactus (se definía ella) en aquella novela con golondrinas, mientras tus textos apenas se esfuerzan en su puro acontecer sustentable.

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Te da vergüenza la comparación (mucha vergüenza el escribir, como si no pudieras ser dueña aún de tu mismidad intimista, rescatar lo que ha quedado del nombre femenino que se expuso al malestar, pues hay que andarse en este transcurrir como se puede, es decir blandiendo espada y acusando sonrisas). La poeta y vos habían ido y vuelto de los consabidos tiempos de vejez, adheridas a alguna esperanza y sin importar tormentas, sostenidas en la balsa que nos había tocado en suerte en el mar negro y profundo de nuestras almas. A decir verdad, a la poeta y a mí nos bastaba entonces el amor de nuestros amores, y algún preciso aplauso, un recoleto espacio. Pero claro que con la decadencia cadenciosa de los años cometimos el error de creernos Doris Gray, demasiado espejo sin quebrarse.

La releés en este instante, en medio de una soledad que te secuestra. (Una puede estar siendo alabada y querida, poseer los buenos recuerdos como una joya que se salva, hambreada de lucimiento y tal, pero, sin embargo, nos convertimos siempre al fin en sujeto del violento juego banal de la subsistencia.) Lejos de los ruidos de la vida, así como sos, algo devastadora y escurridiza, invocás a la poeta con esa insistencia perturbadora con que atraés a los fantasmas de Cortázar. Y escondés conejos y cronopios en tu almohada, sin temor a morir acuchillada por el tan en boga diálogo de los textos. (A Quiroga no le habría gustado tanta cháchara.) Digamos las cosas como son: te gusta soñar en la vigilia. Y, acaso en esta, sean los excesos de la pena los que dejan el adiós de un cisne, que ejecuta su danza y se despide. En La Garoupe volvés a ver ese cisne arrebatado en la arena, que osó posar sus alas en la roca frente a las orillas de Lloret de Mar, allí donde la ilusión se muere, o renace y mata la esperanza.

Aquí mismo, en esta habitación que ora te contiene ora te expulsa harta de la rutina de sus objetos y gente, en la comparación regresa el mito de los dobles: hay escondida una afasia en el intento de fijar escritura por entre los espacios sueltos de la del otro. O como dijera San Policarpo al levantar la vista: “Dios, ¿por qué me has echado a este mundo?” Pero nací y permanezco, ya lo ves, darling, aquí me tenés, soportando las sombras de mi fantasma literario. Huida de esos debates pretenciosos; bruta escritora, puesto que no cejo en el intento personalísimo de ser leída, como si la esencia de esto que escribo fuera a quedar de paupérrimo indicio en el papel blanco que se agota. Alguien dixit: se puede ser feliz con el cáliz de una misa. Yo digo: al leer a Beckett, a Böll o a Poe, a César Aira. (No me hablen de Joyce ni de Borges, no voy a cambiar el curso de la literatura.)

Pero vuelve a vagar la mente, y lo hace en esta habitación amueblada y al tope de silencios: ¿a quién le importa nuestra letra si es tantas veces más sagrado el universo, aquello político que se renueva y nace? Qué nos queda al fin a los escritores si no el don de la palabra aterida o aquella que deja testimonio de una tarde sin golondrinas. Adónde fuiste a parar, me pregunto ahora, caótica y locómana. Escapada de mí misma, del lenguaje que siempre se retoma; aunque debo tal vez insistir en la búsqueda de nuevos nombres. Y dónde se perdió tu alma de niña-alondra, a quién invitaste a un cuscús de nuevos poetas. Hurgo una y otra vez en los porqués de tu ausencia: Dios te arrebató, quizá sólo la muerte – esa otra ficción, tan inevitable como ignorada-.

Somos víctimas y verdugos. Nuestros ojos se vacían a diario por la porquería mundana: peregrinos rezando en busca de un consuelo egoísta que da lástima, gobernantes asidos a la impericia de su gestión (¡alta política!), agnósticos que alzan sus voces, y la ética ¿pierde? Pero los tambores han de continuar sonando, habrá resistencia, y se venderán antologías, tratados, ríos y montañas. Habrán de forjarse nuevos rumbos al mejor o al peor postor, todo con cadáveres expuestos a la vera de las rutas mientras el conejo bugs y el ratón mickey irán marchando, non sanctos, por las calles de una ciudad no imaginada e inútil. Sosténgase el creacionismo, que vivan los códigos procesales, los inventos de la ciencia para explicar, a ver si nos bastan por un rato porque lo que no parece evolucionares la necesidad de Sísifo para cargar tanto peso humano por debajo de las sombras de la imbécil ambición.

No te avergüences, merced a la brisa inspiradora que llega, tenés ahora unas líneas como estas escribiéndose en la página. Así, a flor de piel, el grito mudo que nadie va a oír. Y, sin embargo, querés alentar a todos a que cierren sus bocas, a que, por un solo instante, hagan huelga sus manos y su razón, e intenten nombrarlo todo nuevamente aunque más no sea para sí con la ligera dignidad de la infancia. Como si Adán se hubiera transformado en un dragón devorado por Eva o Eva se hubiera podido dejar seducir por un planeta pecaminoso y sin culpa, que baila alegre en vez de aferrarse al reglamento. O hagamos silencio (tan solo) como si el universo nos acechara, sin género ni raza, con promesas de utilería que desafíen el lema de una igualdad no realizada.

Ay de la onomatopeya que golpea y empuja por salir hecha bronca, si se pudiera evitar el desastre, la espina profunda, el dolor del hambre, la acumulación humana de sufrientes que ni siquiera alcanza a ser masa. Pero (insisto), ¿a quiénes interesa librar estas batallas?

Habida cuenta, en fin, darling, de mucho escarnio y frustración de resultado, no queda sino aconsejar a los que permanezcan en su obsesión escritural, con fantasma de escritor o sin él y como vos lo habrías sugerido, que continúen obstinados en poner sus nombres, acaso aun repitiendo aquellos que están desde antaño definidos en el cánon.

Total, sepamos al fin que siempre ha de anochecer bajo el brillo líquido de alguna estrella extraviada, que los antílopes hacen también su esfuerzo y que, pese a aquello tan mortal, el alba va a despuntar. Temprano.

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