Ensayos

*Se publican solo algunos de los que, desde 2009,  forman parte de antologías, obran en otras publicaciones que no requieren exclusividad de autoría o son  conferencias o resúmenes de conferencias, seminarios universitarios o de ensayos o artículos periodísticos posteriores.

1. Psicoanálisis y literatura
Preliminares

La literatura y el psicoanálisis están vinculados desde siempre si se piensa que, al fin, la semántica y los procesos de significación se tratan, ante todo, de una cuestión ética. Si la ética del psicoanálisis estriba en que el sujeto se hace al fin responsable – en la época le está permitido a este el no goce -, la literatura posibilita el cruce social. Asimismo, el psicoanálisis se ha apoyado en diversos textos literarios (y en las distintas versiones de los mitos griegos) para ejemplificar lo que en estos resulta un elocuente testimonio de lo humano.

Bueno es saber que al articular literatura y psicoanálisis, no se trata de psicoanalizar al escritor develando su fantasma sino de buscar en sus textos qué pueden estos decir sobre lo humano, lo que a su vez dará cuenta de diversos tópicos abordados por el psicoanálisis a través de los personajes, la historia narrada en palabras y silencios y de su cruce con el tiempo.

Para intentar develarlo, se recuperarán lecturas del Seminario 7 de Lacan y se harán algunas precisiones literarias ejemplificativas respecto de 1Q84, de Haruki Murakami y de Carta al padre, de Franz Kafka. A los efectos de este trabajo, conviene advertir que los estatutos hermenéuticos para el psicoanálisis lo constituirán los propios textos, pues son estos (o su discurso literario implícito – en tanto práctica social semantizada -), los que hacen a la historia literaria, en permanente reactualización a través del acto de leer. Es que, como se verá, no existe para la teoría literaria la lectura muda o solo referida al escritor, la escritura para nadie. No son relevantes, así, un autor o intención a descubrir. En cambio, aun literariamente hablando, hay textos a interpretar y resimbolizar en el mundo – en el sentido de la Wirkungsgeschichte gadameriana -, por lo cual se intentará también localizar las diversas formas de subjetivación que supone la interpretación subyacente a todo acto de leer y de escribir.

Lacan no se interesó de forma orgánica por la estética. Sí hizo algunos aportes acerca de lo propiamente humano de esta, aludiendo a distintos escritores, cuyos textos armonizan con sus conceptualizaciones. “Estética” constituye la expresión del arte. La literatura, que es arte en tanto participa de lo bello y del horror, es un testimonio vivo de lo subjetivo, sea que organice el vacío o se enfrente a él, sea que intente paradojalmente la imposible concreción definitiva del deseo. Por lo demás, si la vida se encuentra sometida al aceleramiento del hoy, la literatura recupera la lentitud del ser y nos devuelve aquello que le está en fuga, lo no estigmatizado, el misterio de lo sempiternamente desconocido.

El texto literario constituye una unidad que no pertenece a la lengua estática sino a la pragmática del discurso. Por consiguiente, se va haciendo mediante las diversas capas de interpretación histórica que le caben a sus lecturas y constituye un acontecimiento, pues su autor no sigue reglas predeterminadas sino que las inventa y su obra se encuentra abierta a una multiplicidad de significaciones posibles (Ricoeur, 1980: 129-130). La lectura de la obra o texto literario colabora con el mismo a que este asuma su categoría factual, pues transforma la realidad, da cuenta de ella resistiéndose u organizando el vacío.

Literatura y psicoanálisis se vinculan en su singularidad puesto que es en el uno-a-uno del analizante y en el uno-a- uno del lector que se organiza ese vacío, vinculado a su vez a la Cosa – das Ding -. Esta, como aquello que arrasa lo privado y se hace colectivo, siempre se comparte: lo referido universalmente a la literalidad de lo Real, a un cierto acting  de lo real, es decir del horror, lo desgarrado, lo invadido, lo imposible pero también lo bello.

No es que la Cosa se relacione (solamente) con el límite de la representación, o sea de la ontología, sino que la representación simbólica misma, inacabada e imposible, es lo que deviene en matriz humana, se transforma en una “zona de incandescencia”. No se olvide que nacemos en un mundo simbólico y no del mismo. Al decir de Recalcati, se tratan nuestras vidas de un “abismo que aspira, exceso de goce, horror, caos terrorífico” (Recalcati, 2006: 13).       De todo lo cual se infiere que si bien la literatura, como forma del arte, da cuenta de una función sublimadora, esta no desemboca necesariamente en lo bello (o solo en el horror). Se trata de una forma de pulsión, aunque vinculada al deseo y al atravesamiento del malestar, localizada más allá del principio del bien. Porque “ese elemento, les dije, es lo bello” (Lacan, 2005: 286).

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Sobre das Ding – la Cosa -,  y la sublimación

Es posible que en la literatura, además de la sublimación, pueda haber algo de la idealización, íntimamente relacionada con la represión, es decir aquel movimiento por el cual el sujeto no quiere saber de lo real. Uno de sus exponentes literarios, dentro de la literatura maravillosa, es el Quijote de Cervantes, donde estalla el amor cortés: el amor volcado a un objeto femenino inaccesible al cual se dirige el deseo. El galán pudo haber instalado tal afecto en la posición del objeto-a y la pulsión, como serían el voyeurismo, el amor escópico, la rabia y el encono. Pero el Quijote prefirió dirigirse hacia su Dulcinea en una travesía que se sabe imposible desde el inicio y por esto mismo, el empeño en la vida. Lacan toma a Heine y a la poesía germánica, entre algunos ejemplos (Lacan, op.cit.: 171-189) y retoma al amor cortés al hablar de la función de lo bello (Lacan, op.cit.: 285).

Pero sustancialmente en las Letras, en el acto mismo de escribir, hay mucho de la sublimación. Y si se habla en estos términos psicoanalíticos de literatura es porque “el hombre es el artesano de sus soportes” (Lacan, op.cit.: 148), vale decir el significante es humano, y el autor con su obra no es que evite la Cosa como parte de tal significante sino que más bien la representa en tanto objeto sumergido en la cultura que lo precede.

En la sublimación, a diferencia de lo que sucede en la idealización, la economía de sustitución del significante opera cambiando de dirección la pulsión, hay una especie de desplazamiento. En verdad se trata de una forma pulsional, en tanto descarga inversa; por consiguiente no existe en esta una relación entre el sujeto y un objeto especular, no hay identificación objetal. Por el contrario, lo que se vincula es la pulsión con lo real, que dispara precisamente lo pulsional y, por esto mismo, al aludir a la sublimación, aparece das Ding freudiana, la Cosa.

En pocas palabras: la sublimación no surge de represión ninguna, se dispara en el sujeto porque lo real aparece reconocido en su dimensión de todo a través del Real (aquello no humano a lo que nada le falta) y de no- todo aprehensible. Ello, en un movimiento externo pero debido a una matriz interna que lo bordea siempre al sujeto.

Todo el Seminario 7 de Lacan está referido a la Cosa y constituye un estudio profundo de la misma, a mi juicio en el sentido de que no es que esta sea una especie de muro que se le viene encima al sujeto en las circunstancias de su vida, no es un límite que le produce un vacío, sino una función topológica externa e interna al mismo tiempo, irrepresentable, que excede al goce  del sujeto y revela una eterna zona de clivaje.

Así contesta Lacan en el Seminario 7 a Pierre Kaufmann, profesor asistente en la Sorbona, con relación a la Sublimierung(…) Si se me permite enfatizar aquí algo de lo que les aporto, diría que ese término del que me sirvo con ustedes para intentar dar, por fin, a la sublimación una articulación conforme con aquello con lo que nos enfrentamos, das Ding, lo que llamo la Cosa, es un lugar decisivo en torno al cual debe articularse la definición de la sublimación, antes de que yo (je) haya nacido y con más razón aun antes de que los Ich-ziele, las metas del yo (je), aparezcan (Lacan, op.cit.: 193) 1.

Mientras que en la idealización podría haber una vinculación con la ley, en el sentido psicoanalítico del término, vale decir la prohibición del incesto; en la sublimación la vinculación es con la Cosa. Por ello, en la literatura que sublima aparece no una negación de lo real, sino una organización de su vacío: al no haber goce de objeto, aparece la Cosa.

1 Es conveniente destacar, para quienes no son psicoanalistas, que en alemán existe otro vocablo para referirse a la cosa, en el sentido material de bien, que obviamente no utiliza Freud: die Sache. Asimismo, véase que el yo es utilizado en el texto por Lacan como el yo del aparato psíquico, que en francés, como refiriendo a una especie de afirmación identitaria, se lee más  como je que como moi.

 

El horror y lo bello. La literatura y sus desplazamientos: vacío y desbordes, deseo y temblor

Se trate del barroco, del simbolismo, de la novela realista moderna, del realismo delirante, del realismo mágico, de una literatura como la de Joyce en la cual están todas las formas de expresión posibles, de la literatura de género o borgeana y tal, siempre es posible encontrar lo bello o lo ominoso, el horror o los desbordes del exceso, el vacío o el temblor. Cada texto lleva su movimiento y la literatura va haciendo sus desplazamientos. Desde lo Real a lo Imaginario o Simbólico, sea que exalte lo real o prefiera, como otrora, la mediación simbólica de la pura metáfora.

La literatura se ha devanado históricamente entre lo apolíneo y lo dionisíaco, lo bello y lo real; entre lo horroroso y temible y lo maravilloso,  entre lo patético o siniestro y lo digno de exaltación. Y optó por idealizar o sublimó, pues no existen los textos literarios de la conformidad. Es en ese encuentro, precisamente, entre el autor y lo real mudo de la Cosa que funciona como límite perpetuo, como matriz fundante del sujeto, que la literatura sublima. O aquello que reprimió la memoria volvió al escritor en una especie de no querer saber temporal y este optó por idealizar, surgiendo toda esa literatura del amor cortés. O, como hoy acaece, se sostiene en el estilo de la literatura del Marqués de Sade exhibiéndose, sin velo ni metáfora, sin mediación alguna ni organización, todo lo abyecto y terrible de la Cosa.

En los ejemplos elegidos más abajo ha habido mediación simbólica, y esta literatura permite también al psicoanálisis elaborar sus hipótesis sobre los conceptos mismos de la disciplina o ampliar sus sentidos en abanico. Es lo que ha hecho Lacan, como se observa en todos sus Seminarios y continuará haciendo probablemente el psicoanálisis. El aporte interdisciplinario variará con la época, buscará descentrar conceptos, ampliarlos o crear nuevos. A su vez la literatura puede que ofrezca interés habida cuenta de sus personajes, de su narratividad o de los silencios implícitos porque la literatura es la del texto escrito y la de los silencios interpretados, aquello no dicho por contraste al resto escrito.

Lo que hoy parece incuestionable es que literatura y psicoanálisis se relacionan profundamente desde sus inicios, acaso gracias a la función topológica que continúa de momento desempeñando das Ding, la cosa en el sujeto.

Un  ejemplo epistolar de Franz Kafka: el nombre-del-padre como noción literaria fronteriza, incluso del nombre universal  propio.

La ley, en su sentido psicoanalítico, se vincula a la función organizadora del nombre-del-padre. El estatuto del nombre-del-padre es el de una herramienta que, al prohibir el incesto, promulga las bases del mundo para el niño. No se está hablando del padre del psicótico. El padre que nombra encarna, así, el deseo del hijo. Pero si, efectivamente, este se encargó de organizar los nombres.

En este sentido el nombre-del-padre recubre y establece las bases mundanas para que la madre, como la gran dadora de la lengua, establezca los lazos del hijo con ella y con el otro. El problema es el padre que no nombra al hijo, porque lo desconoce o lo invisibiliza, porque lo abandona o le facilita todos los nombres.

Franz Kafka, un universal de la literatura, parece que tuvo un padre nombrador de profesión (abogado), pero fuente de temblor en su hijo. Así lo revela una carta que le escribe en 1919, titulada “Carta al padre”. Adviértase que Kafka no escribe una “Carta a mi padre”, prefiere aludir al padre autoritario que tiene, acaso a sabiendas de que estaba lidiando con el tipo de padre que todo lo nombraba excepto a él, por dedicarse este a las Letras. (El padre tenía diseñado el destino de su hijo, la abogacía.)

Reza la carta en lo que ahora interesa: “Una vez, hace poco, me preguntaste por qué decía que te tenía miedo. Como de costumbre no supe qué contestarte, en parte precisamente por ese miedo y en parte porque la fundamentación de ese temor necesita demasiados detalles como para que pueda exponértelos en una conversación” (Kafka, 1999: 88). El texto permite hacer el cruce social de época al ofrecer una escena de gran distancia familiar, típica por entonces entre padres e hijos. Todavía no se avistaban la declinación del nombre-del-padre contemporánea como consecuencia de los tiempos de guerra, de tiranías y dictaduras. Tampoco era la época temporánea al texto la de la ley jurídica, erigida después como forma política superadora con el advenimiento de las repúblicas democráticas o democracias republicanas.

Más adelante de la carta, Kafka comenta que su padre lo amenazaba diciéndole que lo iba a matar “como se mata a una mosca”. Su padre era un padre que no cumplía con la función del nombre-del-padre, que él mismo no había incorporado la ley pese a ser abogado y que, por tanto, mal podía ser considerado como padre-del-nombre, de ningún nombre en verdad.

Y continúa: (…) a través de mi tarea de escribir y de todo lo que se relaciona con ella realicé con muy poco éxito pequeños intentos de emancipación, de fuga: todos me dicen que no serán más que pequeños intentos. Sin embargo, es mi deber -más aún, toda mi vida se reduce a ello- resguardar esta tarea, alejarla del peligro, evitar la más mínima amenaza (Kafka, op.cit.: 116-117).

Nadie dudaría hoy del prestigio de la monumental obra de Kafka en distintos sentidos, en el literario, en el político. Pero él dudaba de sí, de su obra, puesto que su padre, al no inscribirlo negándole un nombre – el cual ni siquiera pudo sentir restituido en la literatura, como suele ocurrir en muchas historias de vida de los artistas -,  no hizo otra cosa que desplegar todo el peso de la paternidad perversa sobre el hijo. El desamparo que operó en Kafka, acaso estimuló paranoias infinitas y lo obligó a tener que confirmar su identidad una y otra vez  en la literatura. Porque cuando te quitan el nombre o no te nombran, te dejás vencer o sublimás. La literatura y los lectores se lo agradecemos.

Esta carta, documento testimonial, produce un corrimiento de la mediación simbólica, pues el horror se exhibe en toda su plenitud: en lo descarnado estriba el acontecimiento literario, lo abyecto no necesita en este caso epistolar de Kafka ninguna sustitución semiótica. En efecto, la metáfora sobra, como por el contrario no molestó en “Metamorfosis”.

Un  ejemplo en una de las novelas de Haruki Murakami: el misterio de un asesinato y el horror de dos lunas

En 1Q84, Haruki Murakami, nacido en Kioto en 1949, escritor de culto que cosechara variados premios, relata la historia de un amor imposible, el de Aomame con Tengo. Se trata de una recreación posmoderna del amor cortés, en la cual los personajes presentifican hacia los finales de la novela un amor que se sabe no va a poder realizarse, no solo debido a que hubo reiteradas ausencias anteriores, sino porque el ámbito fantasmagórico y siniestro que espera reunirlos anuncia aquello ominoso, tan presente en la literatura de Murakami, que traspasa incluso la organización misma de la novela.

Típico de la época, el género policial encarnado en el detective Ushikawa, constituye la elección del autor para hacer una crítica contundente a la globalización, esa sociedad de consumo salvaje tan conocida en Japón desde la postguerra.

La metáfora: dos lunas/ la luna. Elemento que no cesa en la visión de sus protagonistas y que inquieta porque acaso constituya el indicio de algún giro en sus vidas privadas (no hay vida privada en 1Q84 y está prohibido contarlo).

Se podría decir que toda la novela ha organizado el vacío: un lugar aterrador, siempre señalizado con dos lunas, vigilado por sus habitantes y solo el porvenir de una ilusión: que el amor cortés se concrete bajo la luz de una sola luna. Novela también de aventuras, las que despliegan Aomame y Tengo, a troche y moche en el mismo espacio, casi sin moverse y compelidos a una diáspora no deseada. ¿Para qué?

Se lee en el desenlace: “Ya cerca del amanecer, el número de lunas no había aumentado. Era la misma Luna de siempre” (Murakami, 2011: 414). Y: Alzó en silencio una mano, y Tengo la tomó. Los dos permanecieron quietos, el uno junto al otro, unidos, observando en silencio la Luna que pendía encima de los edificios. Hasta que salió el sol y la iluminó, y su pálido fulgor fue apagándose hasta transformarse en un mero recorte de papel gris colgado del cielo. (Murakami, op.cit.: 414, último párrafo, que cierra la novela).

Como se comprenderá, en esta novela lo siniestro se localiza en lo no dicho: la única luna (“Luna”, con mayúsculas) tan añorada, perteneciente al mundo real y satélite de la Tierra, se trataba al fin de un mero simulacro engañoso de papel. Continuaría eso sí, quizás – lo que está puesto en cabeza del lector -, el amor cortés entre Tengo y Aoamame, a no ser que los protagonistas  tuvieran que esperar algo peor aún que vivir en un real de fotocopia.

Y esta sublimación de Murakami, no importa aquí en qué contexto de su aparato psíquico, que nunca se presenta como espiritualización libidinal ni menos como una neutralización de la pulsión, vincula el texto a lo más obsceno von dem Ding, de la Cosa: esa su función topológica que, ligada a lo real, es irreductible presencia del horror.  La ética de esta estética está en reconocerlo porque no hay literatura sin ética.         Los textos se vinculan a la época y cuando llegan a transformarse en universales (el tiempo lo dirá para Murakami como sucedió con Kafka), su lectura facilita la articulación a otros textos, no solo literarios. Por esto, el acto de leer es factual y alcanza a transformarse en acontecimiento colectivo cuando el texto opera en la realidad modificándola u oponiéndosele.

Conclusiones

Literatura y psicoanálisis son saberes y prácticas parientes. Sea la literatura organizadora del vacío o producto de la idealización de sus caracteres, esta puede ejemplificar u ofrecerse como testimonio de conceptos del psicoanálisis, como la Cosa, la sublimación, la idealización, la represión y el nombre-del-padre. La literatura en sí ofrece interrogantes, algunos de los cuales aparecieron vbgr. en el Seminario 7 de Lacan, en el cual se desarrolló el amor cortés, el deseo, el goce, la sublimación y la Cosa.

Si bien en la actualidad podría suponerse una crisis de la sublimación como destino de la pulsión, persiste una estética mediadora que cobra su gran dimensión en la literatura, donde todavía la metáfora continúa su papel de sustitución semiótica simbólica. Y aun en el realismo delirante de los escritores de esta época (Laiseca, Aira) o en aquellos relatos que carecen de narratividad o donde todo está odiosa y maravillosamente expuesto (Cucurto), la literatura puede hablarle al psicoanálisis y viceversa.

Lacan pudo asumir en toda su inteligencia los estudios sobre la función sublimadora y lo hizo, precisamente, en el Seminario 7 sobre La ética del psicoanálisis. La literatura cumple una función social que va más allá de la actividad terapéutica, propia del análisis. Ningún texto funciona en la dirección de la cura ni para el autor ni para los lectores, pero sí puede dar cuenta de las circunstancias político sociales de la época y de los vaivenes del sujeto y de su malestar. Es que la pulsión es a-histórica en tanto preexistente al sujeto, pero los objetos cambian durante el transcurro del tiempo y de la historia.

La creación de una obra literaria es pasible de ser comprendida en términos psicoanalíticos, no porque interese develar el fantasma del autor sino por la valoración ética que merece la misma, lo cual incluye una adecuada hermenéutica con los dispositivos de una disciplina distinta a la de la teoría y crítica literarias.

Asimismo, el psicoanálisis puede buscar ejemplificaciones y dar cuenta de sus distintos avances conceptuales a través de los textos literarios.

Bibliografía
Kafka, Franz (1999) Carta al padre. Buenos Aires, Argentina: Cantaro. (Obra original publicada en 1919).
Lacan, Jacques (2005) El Seminario 7. La ética del psicoanálisis. 9ª reimpresión. D. Rabinovich (trad.). Buenos Aires, Argentina: Paidós (Obra original publicada en 1964).
Ravera, Rosa María – compiladora – (1998) Estética y Crítica. Los signos del arte. Buenos Aires, Argentina: Eudeba y Asociación Argentina de Estética.
Recalcati, Massimo (2006) Las tres estéticas de Lacan (psicoanálisis y arte). Buenos Aires, Argentina: Del Cifrado.
Ricoeur, Paul (1980) La metáfora viva. Madrid, España: Ediciones Europa.
Murakami, Haruki (2011) 1Q84 – Libro 3. Buenos Aires, Argentina: Tusquets.

 

2.- A propósito de los paradigmas literarios
 

Hace un tiempo leí la advertencia de Enrique Vila-Matas, entre las obsesiones de su Dublinesca y con ese brutal e inteligente sarcasmo catalán que viste toda su obra, de que cierta buena literatura todavía sobrevive a las reglas del canon. Aludía el escritor a la novela “políticamente correcta”.

Como en las Letras los silencios suelen ser también tema interesante, el lector de este artículo enseguida pensará en la contranovela o, lo que es lo mismo, en todo cuento o relato que no calza en la regla debido a la pluma libertaria de su creador. (“Libertaria” no es sinónimo de enunciación disparatada, pretenciosa o improvisada.) Es que resulta mil veces preferible un long seller que el éxito apabullante y  casi siempre imprevisto de los best. Y tal vez caer bien a la crítica tenga las mismas consecuencias que las de los más vendidos, aunque vengan estas disfrazadas de rigurosidad en la enunciación.

Volvamos entonces a Vila-Matas, quien celebra a Joyce en ese texto valiéndose de su editor en busca de un gran autor, lo cual no le impide descifrar los supuestos paradigmas de una novela “adecuada”, tales como poseer: 1) un estilo apenas ligeramente más visible que la trama (se admite la alta poesía); 2) una linealidad en el desarrollo de la historia (evitar barbaridades como las técnicas de lanzadera, etcétera) ; 3) una abundancia de recursos metalingüísticos (no puede faltar la intertextualidad); 4) una conciencia siempre crítica respecto del momento cuando se escribe; y, por último, 5) un escepticismo fundado, sea en el narrador  o en las acciones (u omisiones) de sus personajes.

Novela políticamente correcta. Pero como de corrección y buenas intenciones se han hecho ya suficiente uso y abuso en el mundo, incluida la literatura, véase la localización epistemológica de un decir semejante. Me refiero a la del canon resignificado por el lenguaje irónico del escritor catalán, que pone en su personaje central el distanciamiento necesario respecto de aquellos autores que sintomáticamente escriben según mandato. (El mandato no solo puede estar presente en el “mercado”; a menudo, la intelectualidad suele entrampar también su sabiondez en la paranoia académica.)

Pero los buenos libros, sea novela, cuento o relato, siempre disparan ese hábito tan “incómodo” del pensar y, al pensar sobre la base del drama literario instalado en Dublinesca, aparece enseguida el recuerdo de la contranovela. Devienen, así, como en una instantánea:  Macedonio Fernández; Cortázar, Rayuela; Paul Auster, con sus juegos temporales de presente en su Diario de Invierno; El informe sobre ciegos en Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato; y hasta ese maravilloso afán de lo novedoso de Georges Perec, que animó también a Raymond Queneau a instalar su propio peso (estructuralista) en la narrativa. En todos estos nombres, cuya enumeración no es taxativa sino apenas sugerente,  deviene un sello en común: la impresión de que no bastan la inflexión urbana, el desasosiego de las patalogías amorosas, los avatares de la vida en la otra orilla, ni el  ocuparse de lo que la sociedad no alcanzó a institucionalizar, tampoco el homenaje al páramo o al dolor en la indigencia, o el neobarroco que hace música para rendirle homenaje a la negritud, ni siquiera es suficiente,  para hacer literatura, la pura alabanza de lo femenino. Porque, en todo caso, se trata en este oficio de la escritura de recuperar los escenarios propios de la identidad primera y local (ciudad, pueblo, asentamiento, árboles, plazas, selva, calle, cuevas o ríos, familia u horfandad), es decir de asumir aquellos paisajes internos que, mucho después (por el transcurso del tiempo necesario para interpretar todo texto), lograrán consagrarse gracias al lector como universales.

La labor de escribir es compleja y sombría, bella pero agotadora. Sin embargo, no responde sino a los propios paradigmas: a los de esa matriz íntima del escritor que ve el mundo a su manera aunque en un colectivo del que no puede desprenderse jamás, sea por controversia o por adhesión. La novela (y la contranovela) es un texto que conlleva algo de la intemperie en el cruce social, o que intenta, en su caso, fundar lenguaje para oponerse al de la cultura aun sabiendo(rabiosamente) de esta imposibilidad. Y en lo que hace al cuento, cualquiera sea su naturaleza, el mensaje comprimido necesita de una buena historia y de un avezado autor.

Si Graham Greene o Herman Hesse han dado socialmente en la tecla, si Aldous Huxley preveía un mundo atrozmente feliz en su perfecto orden tecnológico, si la histeria como categoría psicoanalítica aparecía tan bien descripta en aquella amante del teniente francés de John Fowles, si todos los males de las actuales burocracias habían encontrado una  réplica escandalosa y  auténtica en la pluma de Franz Kafka, si el hipertexto estaba en la cabeza del poeta y cuentista Jorge Luis Borges, o el deseo como motor de la vida misma había sido tan precisamente simbolizado en aquel piano de Felisberto Hernández; o el asesinato en masa de los judíos en los campos de exterminio nazis fue brutalmente presagiado por Iréne Némirovsky en  Suite francesa, nada de eso se debe a ninguna regla (en cuento, novela o relato) de ninguna literatura políticamente correcta. Porque la literatura, como la filosofía -mucho más vinculadas entre sí de lo que se piensa- producen y producirán siempre textos que constituyen el envés más testimonial de su época.

Los rioplatenses tenemos nuestra manera de decir, sea como cuentistas o en novela, incluso apelando a la crueldad (Horacio Quiroga, El almohadón de plumas), a la más sofisticada versión de la mitología griega (Manuel Mugica Lainez, El unicornio), a la metáfora política (Esteban Echeverría, El matadero), a la mirada de asombro inteligente (Alicia Steimberg, La loca 101, Cuando digo Magdalena) y continúa una lista tan amplia de hombres y mujeres, que llevaría muchas más líneas condensarlo todo aquí. Pero en ninguno de estos, meros ejemplos que escribo, se encontrarán novelas o cuentos políticamente correctos.
Leer para creer.

3.- Ciencia y pensamiento jurídico

La humanidad ha transitado muchos caminos en lo que hace al pensamiento. Suele hablarse de pensamiento racional, pensamiento científico, del pensamiento en paralaje y la puesta en acción del pensamiento, pensamiento práctico.

Algunos juristas y científicos sociales (pertenecientes estos a las ciencias blandas) padecen a menudo de lo que alguna vez el sociólogo español Piñuel Raigada identificó, coloquial y acertadamente, en su tratado sobre metodología de la investigación científica, como un complejo de inferioridad: creer que las ciencias duras y las formales parecen tener zanjados todos los problemas que devienen del lenguaje. Es que, en el caso de las formales, estas se valieron de una semiosis intachable como la de los matemáticos o, en el de las otras, se ha contado con la posibilidad de realizar pruebas constantes de verificación para reformular hipótesis y comprobar certezas mediante fórmulas que operan como “representaménes” de la realidad que investigan. (Casi azarosamente, puede decirse que lo propio le ocurrió al psicoanálisis lacaniano con sus matemas y vinculación a la topología.)

Hace unos años, en la Universidad de Lund, el profesor y filósofo español Jesús de Garay, a propósito de tema distinto, refirió a los vicios de muchos de los racionalismos de Occidente. Y se valió en aquella ocasión, como herramienta para abordar su hipótesis sobre el aprendizaje del conocimiento universitario, entre otras, de la que utilizamos, acaso inadvertidamente, abogados y juristas. Ello, como expresión deseable de un pensar práctico e inacabado.

Sin embargo, parece que abogados y juristas tenemos una carga racional tan importante (baste solo con nombrar a Kant o a Kelsen) que creemos haber arribado para siempre al paraíso por basarnos en la razón: todo lo jurídico cierra como si fuera un círculo, es universal y se encuentra fuera del tiempo. Si bien esta obsesión ha encontrado su carril en la teoría pura, en algunos dogmatismos racionales y, más modernamente, en algunas versiones de Wittgenstein, como las lógicas deónticas, el razonamiento jurídico está lejos de lo puramente racional (por suerte). Y, por lo demás, se ignora que la ciencia de hoy no es la misma que la de los Analíticos de Aristóteles o de la tenida en cuenta por Descartes. Baste solo con hablar de Kuhn, de los paradigmas de la complejidad de Morin o del principio de incertidumbre de Heisenberg para admitir que hasta los lenguajes de la ciencia han estado cambiando.

La confusión entre el pensar y el pensar científicamente, como si se tratara de lo mismo, se manifiesta en todos los niveles. Así, se importan nombres pertenecientes a la ciencia para confirmar la supuesta objetividad de las opiniones o se los traslada a otras ramas del saber, como el vocablo “entropía”, derivado de la termodinámica del siglo XIX;  “homeóstasis” y “sinergia” para aplicarlos a algunas visiones sistémico formales de las Ciencias de la comunicación. Vale decir que hasta en los claustros universitarios se ha propagado este virus del apego a lo científico, por eso es habitual que se enseñe con detalle el pensamiento de otros – de lo que se hizo eco desde sus inicios la pedagogía enciclopedista – y no, el pensar en sí: es que si se cuenta con una elaboración cognitiva a prueba de ensayos, por qué adentrarse en conocer cómo se llegó a esta.

El pensar constituye una actividad humana, previa incluso al saber científico. Y de esto, con relación al pensamiento jurídico, pueden dar cuenta algunos de nuestros más lúcidos juristas, quienes de un modo que se supone erróneamente espontáneo, dan testimonio a diario de una rica hermenéutica, consistente en trasladar los principios generales y la ley al caso particular en su contexto y en la invención de nuevos conceptos, si se hace necesario.

Se trata el pensar, pues, de una energía práctica muy alejada del mal hábito de dar por sentado lo que no lo está o de dar por sentado aquello que en el contexto del hoy debería repreguntarse porque siempre hay un interrogante que subyace y debe esclarecerse.

La tradición aristotélica y la de la oratoria en los romanos constituyen una de las bases de esta forma del pensamiento puesto en acción, que no deviene copiado ni repetido sino “verificado” (aunque no exactamente como en la ciencia) a través de reglas interpretativas concretas, que si bien encuentran una autovalidación en el sistema, nos permite un abordaje extrasistémico a fin de conocer cómo se puede pensar sin hacerlo científicamente y cómo se interpreta, lo cual es un concreto modo de aprender cómo se conoce y, mucho después, cómo se sabe. En definitiva, cómo se va generando el pensamiento.

La hermenéutica generadora de pensamiento jurídico no es privativa del Derecho, pero al ser este una de sus realizaciones más precisas, se erige en testimonio para otras áreas del saber. Perelman y Olbrechts imprimieron la expresión de “nueva Retórica” a estos estudios, es decir distintivamente de la vieja designación de  “retórica” que aludía a la mera persuasión y al arte de vencer en un debate. Se trata, al fin, de aprender a pensar metódicamente dentro de lo que Gadamer, uno de los filósofos que más se ha ocupado de la hermenéutica, llama “Verdad y método”, título de una de sus obras más contundentes sobre el tema. Asimismo, en 1953, Viehweg condensa el pensamiento retórico en su obra “Tópica y jurisprudencia”, seguido por otros discípulos más tarde como Alexy, en su “Teoría de la argumentación jurídica”, de 1976.

En oposición a quienes todavía creen, en pleno siglo XXI, que todo queda agotado en las llamadas “Ciencias del Derecho”, los pensadores de los que hablo refieren a una lógica de la acción en la cual no se trata de establecer verdad o falsedad alguna, sino de obtener conclusiones razonables, oportunas y convincentes, basadas en una especie de consenso social que se encuentra implícito en el razonar humano, el sentido común y, desde luego, en la ética. Se trata, pues, suscintamente hablando, de admitir que la racionalidad (e irracionalidad) están presentes en nuestra naturaleza y en el lenguaje, muy anterior al científico, el cual necesitó de abstracción y fórmulas para mejorar su eficacia. Cosa esta última, bien controvertida contemporáneamente, por lo demás, hasta en la propia ciencia, si se piensa en el mencionado Kuhn, por ejemplo.

En definitiva, no es cierto que fuera de la racionalidad solo haya irracionalidad y misticismo, ideas vertidas desde la emoción, métodos propagandísticos o arbitrariedad escandalosa. El sentido común, exhaustivamente estudiado por el mencionado Gadamer, es tan antiguo como el hombre y no precisa de ideologías para reafirmar su existencia a diario en la actividad concreta del pensar, ni tampoco de fórmulas matemáticas. A su vez, el pensamiento científico no es la única manera posible y demostrable de hacerlo. Por lo tanto, es inconveniente tomar a este último como modelo, ya que el Derecho está vinculado a la sociedad y al Estado  y no necesita andar publicitando conclusiones silogísticas abstractas o dar resultados positivos y exactos como en la ciencia.

Basar la educación del pensamiento jurídico solo en las ciencias del derecho constituye, así, un modo de desenfoque de la realidad bastante brutal. Y ello puede alejarse cada vez un poco más de la ley interpretada justamente y del funcionamiento cabal de las instituciones en democracia: interpretar la ley y pensar jurídicamente no es sinónimo de desarrollar al Derecho en su mera dimensión interna y positiva. Mientras que el juez interpreta, los juristas dejan registrados los problemas teóricos y prácticos, pero ambos crean pensamiento conforme la realidad, si es que verdaderamente piensan. No lo hacen, claro, tras las soledades de un escritorio.

Es decir, ninguno de ellos ni tampoco el científico son genios apartados del otro ni el buen pensar pertenece exclusivamente a la órbita de las ciencias.

 

4.- ¿Diálogo o simulacro de diálogo?

Mucha gente piensa que piensa, cuando no hace más que recordar sus prejuicios
William James

Desde el diálogo de Sócrates como método dialéctico de búsqueda de conocimiento y de verdad, pasando por Platón como forma discursiva literaria acerca de la controversia de ideas en distintos personajes históricos sobre determinadas cuestiones como la virtud, el amor, la justicia, etc., el diálogo, desde antiguo, supone el desarrollo de una conversación entre dos o más personas, que alternativamente expresan sus opiniones o presentan sus conceptos en intercambio coloquial, filosófico, científico o político. En tanto modo de resolver aveniencias y enriquecerse con el pensamiento del otro, éste, además del raciocinio, necesita de la atención y buena fe de sus interlocutores para no caer en una plática de sordos.

En el orden político, democracia y diálogo van de la mano y mucho más en las repúblicas, cuando las instituciones necesitan actualizarse conforme las necesidades ciudadanas y el contexto social. Pero qué sucede en las democracias cuando bajo el ideal de progreso se configuran sistemas políticos als ob, sistemas democráticos de un  como si, porque la prioridad es el espectáculo de la política y no la política. Es común en muchos programas periodísticos, supuestamente serios, asistir a encuentros de pura palabra en los cuales cada político o representante de organizaciones sociales, académicas o sindicales repite como loro sus propias vivencias e impresiones sin contestar a las preguntas concretas que le formulan el moderador o el otro. Se extravía así  la posibilidad de establecer un puente entre personas u organizaciones con ideas distintas, pues todo queda reducido a descalificar al interlocutor, a confundir el objeto de la polémica explayándose en cuestiones banales o a anular la brecha existente entre hechos e interpretación, como si las palabras pudieran crear fenómenos escindidos de la sociedad y la naturaleza, como si hubiera que asimilar lo óntico que hace al ser con lo ontológico que es lo que lo hace ser para el otro. Todo, para desactivar la finalidad elemental del diálogo profundo, que para ser fructífero lleva obviamente implícitos una buena escucha y un necesario renunciamiento a parte de nuestras demandas en favor del otro para que ese otro pueda también aceptar las nuestras.

Esta especie de simulacro de diálogo no aparece solo en el ámbito político o en el de algún tipo de periodismo masivo: en universidades y academias es posible observar el beneplácito del público que sabe que adhieren a sus ideas y en más de una oportunidad el aplauso que cosechan prestigios profesionales se debe a una repetición de lo mismo, como si esta extemporánea adolescencia de conferencistas y auditorio continuara encriptada en su vida adulta: al sentirse maravillados por el halo mágico que provoca siempre toda adhesión endogámica, académicos, especialistas y científicos prefieren reproducir ideas antes que escuchar otras nuevas y diversas.

Tal vez en un sentido muy preciso de la cosa habría que decir que el diálogo no es más que ilusión pues nadie quiere ceder posiciones jamás porque con la cesión, si es persona superficial, se lo llevarían puesto. Aunque si esto que se dice aquí fuera divulgado y tomado en serio a troche y moche, acaso se rompería el embrujo que suscitan en la época todos esos fetichismos infantiles de la palabra, como si el habla nomás provocara hechos y modificara fenómenos de por sí  habida cuenta de la ignorancia que provoca la omnipotencia de sus interlocutores.

Resulta que para argumentar en un diálogo son imprescindibles las ideas, y estas sin una puesta en acción del pensamiento que les incumbe quedan en la mera escenificación. Schopenhauer advirtió acerca de las reglas de la discusión, pero un debate que conlleve implícitos algún diálogo político, académico o científico profundo es insuficiente si queda en la mera argumentación y contraargumentación: el argumento no es el único modo discursivo posible y si bien los argumentos deben fundar nuestras ideas con esto solo no basta, hay que calar más hondo.

No se deben pedirle peras al olmo. Así, si se quiere mejorar las democracias contemporáneas habría que abandonar de vez en cuando la obsesión narcisista que atrae miradas mediáticas para hacer lo que Dios o la ideología mandan. Claro que hacer lo que se debe en nombre del otro no es hacerlo solo con palabras. Y menos con esos ríos de voces vacías que fluyen constantemente hacia ningún lugar.

Las instituciones son dinámicas como la historia y las palabras no se encuentran sacralizadas por nadie. De manera que si luchamos por mejorar los sistemas jurídicos y políticos, hagámoslo con conocimiento de causa, lo cual no excluye la honradez, ya que lo que natura non da, los medios masivos non
prestan.

5.- Edipo Rey y un “malentendido” de Occidente.

—¡No, no! —dijo la Reina—. Primero la
sentencia, el veredicto después.
—¡Pero qué insensatez! —dijo en voz alta
Alicia—. ¿A quién se le ocurre dictar primero la
sentencia?
De  Alicia en el país de las maravillas,
Lewis Carroll.

El mito de Edipo ha sido estudiado por filósofos y recreado por dramaturgos, psicoanalistas y sociólogos. Es que mito y tragedia han dejado su huella en nuestra cultura y todavía enseñan. Edipo mató a su padre Layo, se casó con su madre Yocasta y en ese asesinato quedó fija una marca para la cultura judeocristiana: la prohibición del incesto, la necesidad de respetar la ley. Ley psicoanalítica y ley jurídica están así unidas por el mismo lazo desde sus orígenes remotos, solo que aquel parricidio fue cometido sin que Edipo supiera entonces que se trataba de su padre. Es decir, la condena – que al decir de Foucault (Formas jurídicas II) fuera impuesta merced al testimonio de los esclavos que completaron la etapa probatoria del saber oficial, poniendo en el tapete la cuestión introducida por él de la relación existente entre verdad, saber y poder y, a mi juicio, entre aplicación positiva de la ley e interpretación hermenéutico-contextual de la misma – tal condena, constituyó desde nuestros inicios el ejercicio de una potestad disciplinar ejemplarizadora, sobre la cual se sustentó Occidente: un paradigma de orden que intentaba, desde el poder político y judicial pero con un saber histórico inacabado, remitir a un organizador del ser y de la palabra que iría a circular a partir de la tragedia.

Sin embargo, la cuestión en el Occidente fragmentado de hoy pese a la omnipresencia de la globalización, radica también en preguntarse si tal organizador todavía existe en todos los países, sobre todo en aquellos periféricos que han sufrido y sufren los efectos más nocivos de la misma.

No es casual que Freud haya tomado al mito de Edipo como un síntoma universal; Lacan, como un parricidio simbólico en que instaurar el lenguaje (muere el padre imaginario de la niñez pero se retoma como padre-del-nombre gracias al superyó); Foucault, como el inicio de un saber popular compartido que o confronta o completa las formas jurídicas, y Castoriadis, como un postulado que siempre existe, en forma directa o por reversa. Pues los mitos griegos constituyen unidades semióticas, que van más allá de la oposición cultura/naturaleza; prohibición/permisión; costumbre/ley; instituciones/democracia directa; eros/thanatos. Develan una significación humana que, paradójicamente como se verá, nacen de un malentendido, de un fallo, de un sinsentido y tienen la potencia de generar postulados y nuevas interrogaciones, si bien se apoyan en algo irracional y son recurrentes al instalarse como un carpe diem. A diferencia de la moraleja, en el mito griego se enseña interrogando, que es lo que sucede al fin frente a toda tragedia: habitualmente provoca nuevas preguntas y renueva sentidos, vgr. acerca del narcisismo (Eco y Narciso), sobre la ley (Edipo), la necesidad de las instituciones y la inflexión de lo privado en favor de lo público (Antígona), la opacidad del lenguaje no obstante su carácter constituyente y la necesaria superación de la competencia con la madre (Electra), etcétera.

El mundo de Occidente ha emergido de un caos (de la organización primitiva tribal al Estado-nación moderno, pasando por sus diversos escenarios sociales) ordenándose mediante la obediencia al nombre-del-padre (ley), de modo tal que, desde entonces, intenta a diario alejarse de la existencia como exceso (vgr. del consumo, regulándolo y protegiendo al consumidor de prácticas engañosas, o de las anorexias y bulimias interviniendo con prácticas médicas y psicológicas debido al malestar que las origina y que estas provocan), todo habida cuenta de la falta (la castración universal, la instauración del deseo sobre la base de la interdicción del incesto, y lo inevitable de todos los mortales: la muerte). Sin embargo, el Occidente de fines del siglo pasado y del que transcurre, da muestras de más exceso y de caos que de todos los previstos en sus organizados principios.

Pese a esto, la publicidad y la comunicación del hoy intentan abrogar el duelo, la palabra “depresión” parece haber quedado perdida en los diccionarios de la lengua, y la rapidez en la circulación de la mercancía y de los discursos, empujan más al sujeto a una pulsión que a reprimir o sublimar, total los conflictos parece que se resuelven solos o quedan disimulados por una especie de fetichismo de la palabra vacía que circula (recetas de autoayuda que recomiendan repetirse ante el espejo “lo vas a lograr” aunque un mínimo de raciocionio nos previene de que nada se logra sin trabajo, esfuerzo, fracasos y caída).

La tensión del Occidente actual es que, por un lado se aferra al paradigma del orden, una especie de “amor” disciplinar que solo provoca guerras y destrucción aun cuando Ámerica Latina está demostrando que declinó el padre. Y por el otro, este tiene que lidiar con la violencia de grupos urbanos marginales, las protestas masivas de descontentos como los movimientos de los  indignados europeos o aquel norteamericano “somos el 99%”, los cuales prácticamente advierten acerca de que el ideal de perfección social es peor que la ignorancia política, pues el origen humano mismo es caótico. En efecto,  muchos de los organizadores semióticos de Occidente tienen por fuente un malentendido, un equívoco, como es habitual entre humanos. Pero al pretender interpretarlo todo solo desde el conocimiento de la ciencia o las certezas obsesivas del derecho, el mundo occidental impide que las sociedades se adapten a la contingencia.

Qué es un “malentendido”. El diccionario de la Real Academia define el término como una “mala interpretación, equivocación en el entendimiento de algo”. No todo saber proviene de la razón, por lo tanto no debe resultar alarmante que al expresarnos mediante palabras se abra un eterno abanico de significaciones, incluso algunas de estas no previstas por el hablante. Para el psicoanálisis el malentendido es algo más que una mera entropía, un ruido molesto:  dado que por estructura una persona es sujeto de su discurso y en el mismo opera el inconsciente, siempre hay un entredicho, algo que fuga en la cadena significante no solo cuando intervienen las patologías (pasaje al acto, actuación, etc.) sino aun por la naturaleza misma en que el discurso “engancha” con el semblante -apariencia de discurso. Es decir, toda verdad deviene por ese semblante en el sentido de que este agente semblante porta verdad detrás de otra verdad ya dicha, y así sucesivamente. El malentendido, como un fallo (lo que se conoce popularmente como “acto fallido”, aunque no se trate siempre de un acto) psicoanalíticamente implica un decir, una fuente de verdad. Por eso, con su teoría de los sueños, Freud puso en vilo la supuesta eficacia del conocimiento racional, según el cual la razón es la única causa posible del saber.

En efecto, debido al profundo y expansivo desarrollo que han tenido las ciencias y el conocimiento en Occidente, es común sostener que la base de este es solo la razón. Por lo tanto, la lógica domina al lenguaje o este último es pura lógica, desechándose la enorme riqueza que puede hallarse en la llamada “inteligencia emocional” y en el inconsciente y los bordes semióticos de la opacidad de la palabra. La historia de la humanidad es un buen ejemplo de ello y, así, el mito de Edipo nos enseña: si la transgresión a la prohibición de no respetar al padre asesinándolo (asesinato que constituye la máxima expresión del no respeto por quebrársele el mandato de su palabra), nos ha instituido la existencia en Occidente al ponernos de cara a un estatuto fundante como lo es la prohibición del incesto y la de quebrantar la ley, lo que no se desea ver es que ese homicidio- origen mítico – si bien se hubo de producir objetivamente y sin intención ya que Edipo desconocía quién era su padre real al cometerlo porque se creía hijo de Polibio-, fue el primer malentendido. El origen de la ley, el origen mismo del hombre que acatan los Estados de Derecho de Occidente (sobre todo el Occidente del poder y del saber que impone, a diferencia de gran parte de América Latina en la cual el padre declinó hace rato, lo que da origen a la institución de nuevas formas jurídicas y políticas) constituyen en sí mismos  un fallo que provoca todavía entredichos, es un malentendido, una equivocación. Pero se trata de un malentendido que no por eso deja de ser estatuto fundante de nuestra existencia, aunque se reformule y tenga nuevas versiones en la experiencia de las instituciones.

Tal vez esto que escribo nos lleve a poder pensar que la verdad es intersubjetiva, no siempre imparcial ni objetiva y que, aunque la objetividad como forma jurídica tenga su valiosa recepción en algunas instituciones del derecho y en su aplicación judicial, es este origen mismo el que debe permanecer en nuestra memoria para permitirnos lo metarracional, como dijera Kaufmann (1999: 125), aprender a “computar lo irracional con lo racional” para construir, entre humanos, sociedades más justas.

Puesto que el hombre es razón pero también inconsciente, Occidente se relacionaría mejor con Oriente si dejara de construir eficaces y coherentes sistemas semióticos de representación social y política, mirando un poco más todo aquello no significado que quedó en los bordes y que, no por eso, abandona su necesidad de encontrar resignificación oficial. Algunos pasos se están dando en el orden jurídico internacional, y, acaso, alguna vez nos lleguen los tiempos de una paz auténticamente solidaria.
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Bibliografía
1.Castoriadis, Cornelius. Seminarios 1982-1983. La creación humana II. Fondo de Cultura Económica: 2006.
2.Foucault, MichelLa verdad y las formas jurídicas. Gedisa: 1998.
3.Kaufmann, ArthurFilosofía del derecho. Universidad del Externado de Colombia: 1999.

6.- El Derecho contemporáneo y sus semblantes

Habitualmente las personas solemos hablar dando por sentado el significado de las palabras y el sentido contextual de lo que se dice sin prestar atención al canon ni al proceso mismo de la significación. Esto es normal que así sea, pues solo los lingüistas, escritores, filósofos del lenguaje, semiólogos, expertos en comunicación y filólogos le prestan más atención a la lengua (y al habla).

Hay quienes piensan que el derecho como disciplina es autosuficiente. Pese al positivismo racional de Kelsen, para el lenguaje jurídico muchas ficciones y presunciones suelen ser moneda corriente, claro que bajo algunas obvias y razonables condiciones de efectiva aplicación, vbgr. deben haber sido creadas por ley (constitucional) y ser razonables. Todo lo cual no contradice en cierto modo la forma de pensar de los racionalistas ni la doxa jurídica, pues si para estos todo debe estar escrito y no puede fugar del sistema jurídico mismo, un relato (que es lo que es al fin una ficción, una presunción, algo que pertenece al orden de lo emblemático y no a lo real) basta para producir efectos, si se encuentra acreditado su origen en una ley escrita y coherente. Ese relato, que está en lugar de algo, tendrá virtualidad para generar consecuencias que sí caerán en lo real, es decir en las espaldas del administrado o del contribuyente. Algunos ejemplos: la ley se presume conocida por todos; todos los actos administrativos unilaterales regulares se presumen legítimos; si el faltante a la descarga no se justifica en tiempo y forma conforme el código aduanero, se presume al solo efecto tributario y sin admitirse prueba en contra, que la mercadería faltante fue importada para consumo, se encuentre o no su importación prohibida; etc.

Los semblantes, apariencias de algo, que psicoanalíticamente pueden ser considerados como del orden del agente discurso, en el Derecho cumplen una función intrasistémica autovalidante porque están ficcionalmente en lugar de lo real para provocar algún efecto normativo, político o social, como recaudar un impuesto; evitar la sospecha como principio, de efecto anómico, frente a la actividad del Estado; hacer que la ley se cumpla en todo su ámbito de aplicación, se la conozca o no; facilitar la producción de los efectos legales en los casos que, de no operar la presunción, se encontrarían en los bordes sistémicos de la interpretación hermenéutica o serían de difícil prueba, y tal. Pero también tales semblantes cumplen una función semiótica en el sentido de la significación jurídica misma, cuando su existencia per se demuestra, vbgr., que el lenguaje jurídico positivo no se basta a sí mismo, ya que siempre hay algo que falta o que se escapa de la escritura de la norma legal, aun cuando hermenéuticamente no se debe presuponer jamás imprevisión en el legislador – otra de las ficciones, en este caso del orden de las reglas de la interpretación, consagrada pretorianamente por la Corte Suprema de Justicia de la Nación desde antaño, para sostener la univocidad del ordenamiento normativo.

A poco que se analice, en el propio ámbito jurídico, la supuesta univocidad del Derecho es inexistente. De ahí que no haya materia de derecho privado o de derecho público que escape a esta suerte de ficciones, lo cual demuestra epistemológicamente que este Derecho necesita de otras disciplinas para ser comprendido en toda su dimensión y que, en todo caso y en lo real, aquel puede llegar a transformarse en síntoma. El síntoma, que es indicial y pertenece al orden de lo vivencial, sustituye a aquello que quedó sin validar o que se validó haciendo un uso irrazonable de las propias reglas del sistema. De suerte que una pregunta que aparece enseguida es si, en este siglo XXI en el cual la Ciencia moderna intenta a diario instalar sus resultados sobre la base de una imposible transparencia y las filosofías del lenguaje y las nuevas ciencias de la comunicación recrean el ideal del logos, si pese a tanto semblante científico, no habría que volver al dicho popular “lo todo es nada”. Pues, al fin, el envés de la univocidad termina por ser un no-todo, con la respectiva inflación de normas interpretativas y reglamentos administrativos al infinito. Vale decir, no estaría nada mal el ubicarse en el plano de lo que ya no “paratodea”. Palabra esta última que utiliza Lacan, traducida del francés “pourtouter” lacaniano, a su vez derivada del cuantitativo “pour tout”, que nos lleva por analogía a “pour tour” – juego de palabras: para todo x, se cumple Φ x – fórmula relacionada con los bordes y la castración freudiana: universalmente se lleva tras de sí, sin remedio, la carga de que todos los hombres somos mortales.

Repreguntarse, entonces, de tanto en tanto, para airear al Derecho y las democracias, acerca de la función de las presunciones jurídicas, sobre todo cuando se afectan los derechos y garantías de los administrados y sobre la necesidad de sostener a toda costa últimamente tanto semblante jurídico que “paratodea”.

7.- Escribir no es solo escribir

Últimamente estamos acostumbrados a páginas de variada índole, incluídas las de algunas ligeras y pretensiosas investigaciones, en las cuales los textos no dicen nada o resultan muy obvios. Sea por réplica, sea por expansión, las ideas solo parecen ocupar un nuevo espacio estático o bien se amplifican estúpidamente, pues las brillantes, y exhaustivas, ya fueron escritas por otros mucho antes. Esto responde a apremios temporales, que se encuentran a la vista, vaya a saberse si porque esperan alguna paga o cumplen el rigor de algún crédito o responden a un inmerecido posicionamiento académico.

Esta especie de estafa camuflada, que a menudo revela una casi nula interpretación de los textos en el haber experimentado en bibliotecas, hoy es común, lamentablemente, en todos los ámbitos. Menos mal que todavía quedan periodistas que piensan cuando escriben, juristas fenomenales que no declaman con retóricas vacías sino que demuestran el peso de una concienzuda investigación implícita en sus textos – algunos han sido colegas de la que escribe durante muchos años de compartido esfuerzo -, psicoanalistas y filósofos ocupados del otro, académicos comprometidos con su misión en cambio de con la mera e insensata acumulación de horas cátedra; profesores dispuestos a brindar lo de ellos y a aprender con los jóvenes, maestros amantes de la buena literatura y lúdicos en las matemáticas. Y – he aquí lo importante-  lectores, alumnos y oyentes que conservan aún la manía de preguntarse el porqué de lo que obra impreso o de lo que se dice o, más bien, por aquel sempiterno sentido trasladado en metáfora, que pone en juego nuestra subjetividad al leer los textos y nos invita a oponer estos con otros, a entrelazarlos e interpretarlos, ya que al ser humanos, quienes leemos lo escrito somos animales simbólicos que interpretan.

El escritor no solo cultiva el arte del buen decir, escribe pues tiene algo para afirmar que, a las largas, transformará la realidad de alguna manera o resistirá lo que quepa en su tiempo. Pero, por el contrario, quien escribe por escribir solamente quedará en el recuerdo de unos pocos o, acaso, hasta ocupe algún lugar en alguna trasnochada biblioteca debido a esas rarezas del destino, que a menudo confunde la contundencia del saber con la intención banal de los necios.

8.- ¿Políticos o políticos “fisiológicos”?

La expresión “político fisiológico”, de origen brasileño, es ilustradora acerca de unos cuantos políticos de nuestro tiempo: ” é o político que não tem idealismo, basta pensar em enriquecimento pessoal”. Es decir, una especie de gestor a la carta, que solo construye obra pública y cosecha aplauso fácil porque no deconstruye al pensar; el típico astuto de comité, que nunca afirma ni niega nada con tal de quedar bien parado en las estadísticas – ese conocido método que mide superficies y no se adentra jamás en profundidades.

Versión del hombre light de Enrique Rojas y del estilo de vida en las sociedades “líquidas” a que refiere Zygmunt Bauman, en el ámbito de la política, estos nuevos políticos, los fisiológicos, reúnen a hombres y mujeres dispuestos con firmeza a la pelea electoral, pero ven al ciudadano como un número y, por esto, esconden  intolerancias en una sonrisa very polite. En definitiva, se trata de la habitual actitud de quedar bien con Dios y María Santísima, total que la patria todo lo supera y somos buenos por sostener no se sabe qué diálogo.

Lo que desconocen estos marquetineros de las democracias escénicas es que hay temas, atribuídos en sus inicios a la izquierda, que en el siglo que transcurre ya sabemos que no niega ni la derecha. En efecto, la protección al medio ambiente, la defensa a ultranza de los derechos humanos y la lucha contra toda forma de violencia contra la mujer y contra la pobreza se han instalado en la cultura de Occidente de modo tan arraigado que ningún político, a menos que fuera psicótico o suicida, se atrevería a cuestionar su vigencia discursiva.

El problema, sin embargo, no es la mera aceptación en la agenda de campañas de estas cuestiones sino que los electores veamos con ojo bien abierto qué se hace en verdad y sustantivamente en relación a éstas. Porque se puede ser escueto y amable en la oratoria y haber acertado en los dispositivos publicitarios ad hoc de estos fisiológicos candidatos, pero los que conocemos algo acerca de los signos en la comunicación nos colocamos al oírlos, de inmediato, en una posición de auténtica sospecha. No por nada se han sufrido crisis y debacles.

Acaso, por esto mismo, se trate durante los años venideros de que los ciudadanos nos animemos a una palabra un poco contundente: leer. La lectura y todo lo que este acto implica sean, quizás, nuestros antídotos contra estos políticos fisiológicos del hoy.

Como diría mi abuela, memoria hay una sola, pero estrategias electorales, esas sí que (algunas) suelen ser a veces desorientadoras. ¿Será por esto que la educación en las democracias continúa siendo imprescindible ?

9.- Sobre la transparencia y la hipocresía

Hoy, cuando están cayéndose telones y reformulándose puestas en escena porque habiendo desaparecido la inconsistencia de algunos semblantes, vamos a convivir mejor – se dice -, pensar sobre transparencia e hipocresía parece referirse a dos opuestos inconciliables: por fin advino la hora de abrir compuertas para que todo se vea y fluya, compartir a toda voz los fueros internos.

En el diccionario de la Real Academia Española, “transparente” es la cualidad de lo que permite ver lo patente o declarado, e “hipócrita” el que finge características personales, ideas o sentimientos contrarios a los que posee o experimenta. En el siglo XXI la hipocresía tiene mala prensa y parece definitivamente superada porque el discurso de la transparencia – que tiene eficacia y es imprescindible en el ámbito político de las instituciones – se lleva puesta a la mayoría de la gente, que a través de las redes sociales del internet y los medios masivos es instada, engañosamente, a compartir información no solo del conocimiento sino también doméstica. Si hay literalidad, falta espacio para la hipocresía. ¿Es tan así? ¿Se puede exhibir “lo patente”? ¿Qué es “lo patente” cuando aludimos al sujeto?

Si la transparencia se impone en la vida privada por creer que esa es la consecuencia de la bien concebida y mejor lograda igualación en el ámbito de los derechos civiles y sociales, sus efectos colaterales no resultan benignos en el orden doméstico, ya que cada uno lleva lo suyo consigo: ninguna transparencia mata al sujeto que habita al ciudadano y al consumidor, quienes conservan su mirada, la que no tiene por qué coincidir con la de los demás. Tampoco parece razonable que haya que compartirlo todo sin reservas y que asistamos a diario al espectáculo seriado de la banalidad que nos proporcionan los “boulevard Zeitungen”, la prensa amarilla y alguna prensa no tan amarilla.

Desde la ética de Aristóteles, la hipocresía, como simulación u ocultamiento de los vicios, de las ideas o las desviaciones personales, no estuvo del lado de la virtud. Y menos todavía con las críticas del marxismo a la burguesía. El cruce posterior entre este intento de beatificación y el ya instalado discurso de la culpa cristiana tuvo acaso por impensado efecto la vigente creencia – manipulada por la globalización – de que exponer el cuerpo (tatuajes, peircings, prótesis quirúrgicas, etc.) y mostrar filmado el descontrol psíquico (pasajes al acto, peleas y griterío, acoso escolar, invocaciones y rituales religiosos de toda especie) son acciones directamente proporcionales al develamiento de la persona, de su alma.

Esto tan en boga de mostrarse transparente continúa siendo apenas realizable en tanto conservamos zonas secretas en el inconsciente a pesar de la globalización, que todo lo ha tratado de democratizar últimamente. Pese al exhibicionismo actual, resulta que si todo es hablado al cansancio y sin razón, la palabra se devalúa; si todo es visibilizado sin un porqué político, la imagen satura y se vuelve prótesis inevitable del espectador. Así, realidad y ficción terminan por confundir las intenciones.

Forma y contenido son anverso y reverso de lo mismo, de manera que exhibir la crueldad en los noticiosos, (di)famar la palabra eliminando la metáfora para anteponer la ontología misma en un supuesto intento de desmistificación constituye una actitud reduccionista que lejos de eliminar la hipocresía del catálogo humano, la incentiva.

Los simulacros son tan antiguos como el hombre, algunos representan y otros destruyen. Y por el hecho de que puedas leer en internet vida y milagro de medio mundo y contestar como si nada mensajes comprimidos y mal escritos de celebridades, políticos y famosos, todo esto tan moderno y novedoso, supuestamente interactivo, no te exime de desconocer los detalles más nimios de sus vidas, los embrollos o estafas impunes cometidas, etc.

Los principios que informan la transparencia institucional y su expresión en la prensa, consecución republicana de que debemos enorgullecernos, tienen poco que ver con la sobredosis de exhibicionismo doméstico actual de que padecen los propios usuarios de la moderna telefonía, gracias a la cual en dos segundos se conocen el cumpleaños del nieto de una señora, los gustos musicales de fulano y mengano y todos los pormenores de culebrón de las peleas entre artistas, políticos o personas del llano. Afortunadamente, lo doméstico que no afecta al otro está reservado todavía a la conciencia de cada sujeto.

La igualación de los derechos, el destierro de los prejuicios odiosos, la democratización del conocimiento a través del internet, la comunicación rápida  a precios razonables entre los usuarios de una red social o telefónica y la liberación hermenéutica de todos los textos son conquistas de la contemporaneidad. Lo que no implica que la hipocresía haya desaparecido, pues la honestidad no se pasea en pasarela; primero hay que tenerla y ejercitarla asimismo a diario.

El fetichismo narcisista del consumo y la llamada democratización de la moda, con la creación a escala mundial de marcas masivas cuyo consumo te permite creer que vivís como un noble exento de problemas y gozador en extremo, como si no tuvieras que endeudarte en 36 cuotas para cada cosa, ha posibilitado que todos se sientan felices y generosos, solidarios y transparentes, pues desarrollando la identidad a pleno para el ojo del otro y comprando compulsivamente lo que hay, aparece la convicción de que se es auténtico, para alegría del ego.

Es cierto que por un lado, en el orden público, la humanidad ha luchado por los derechos sociales y por el respeto a la identidad y a lo diverso. Pero por el otro, la igualación en el consumo de los suntuarios y mercancías, nos empuja a asimilarnos en una suerte de vestidura única en cambio de sostener nuestra singularidad también en los estilos de vida.

La cuestión no menor es que la subjetividad, por más que esté transformándose conforme la época y haya nuevas patologías, sigue siendo eso, subjetividad. El sujeto, que después de todo es lo que somos, con la función del inconsciente incluído, no está difuminado en las modas democrizantes para siempre. Y aunque los medios masivos te exhiban o te den una voz efímera y Dios y María Santísima conozcan todo sobre vos, cómo se supone que pensás para venderte productos on line a toda hora, y te empecines en hacerte conocer en cuanto foro o sala de chateo exista, la transparencia nunca va evitarte las contradicciones, algún exceso o mostrarte, desde el peso de lo real, aquello que te falta.

La información banal saturada, que se mezcla con la bienhabida que cuenta – por estar comprometido un Estado, el orden mundial o el derecho a la vida digna del otro -, lleva a que parezca que cualquier suceso o fenómeno acaecen ante las narices de todos, obligados testigos protagónicos de lo que pasa aquí o allá. Empero, no hay nada mejor que sobreinformar para desinformar, por lo cual cuanto más enganche el sujeto con el narcisismo de mostrar lo doméstico en la conexión habitual al celular, más objetos consuma y tal, la demanda se le va amplificar, con efectos acaso irreparables. Transparencia de por medio y aun desvestidos, estamos vestidos. La opacidad no desaparece.

La hipocresía, pues, sería inevitable. Esto no significa premiar el doble discurso permanente, hacer de la mentira un arte y sacralizar la época victoriana recreando afanes autoritarios que necesitan sostenerse en lo oculto pues tras bambalinas se cocina siempre el poder. Sin embargo, creer que hoy se ha superado la hipocresía porque todo se muestra, incluso aquello banal o que, perversamente, desinforma, es un modo muy reduccionista de pensar las cosas.

Se trata de ser lo más honesto y coherente que se pueda. Y sobre todo de informarse de lo imprescindible para no construirse una vida en cuotas. Pero lo paradojal, tan caro a lo humano, no se va a evitar con ninguna transparencia. Acaso la hipocresía ha creado formas más sutiles que nos devoran, y si poner en evidencia a un hipócrita hoy es un juego inteligente que nos hace bien, habría que saber que ninguna máscara definitiva va a poder desterrarse. Ni la propia.

El ser humano después de todo es el mismo de siempre, el que guarda semblantes o se hace secretamente de algunos de ellos. Pero al moverse, como la historia, tampoco aquel es el mismo. Esta es nuestra identidad: la paradoja de la existencia, tan humana como la hipocresía.

En cuanto a la transparencia, como decía Filippo Pananti, el poeta italiano: No te fíes de las máscaras de quien te muestra el rostro demasiado descubierto. 

10.- Sociedad y derecho, la universidad: un desafío habitual

Vayamos tras el primer término “sociedad” y, sobre todo, ya que hablaré algo acerca del Derecho, tratemos de vincular el término este al de “Estado”. En materia de Derecho Político se hace la distinción entre sociedad, gobierno y Estado. Como dijera Adorno, con remisión a Nietzsche, “Werke”, volumen III, edición de Leipzig, “sólo es definible lo que no tiene historia”. Pero digamos, acompañados de esa voz de Adorno, y de la de Horkheimer, que “sociedad” remite a una suerte de contextura interhumana, una relación intersubjetiva dinámica en la cual el todo subsiste por la unidad de los roles asignados a cada uno y en la cual cada uno, a su vez, está determinado en gran medida por la pertenencia al contexto total. (Tomo esta definición de “La Sociedad. Lecciones de sociología”, de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, edición alemana 1969.)

Con respecto al Estado, el auditorio conocerá suficientemente las teorías contractuales cuyo representante más importante es Rousseau. Habrá que detenerse en la época, un poco, sin embargo, en Hobbes. Creo importante esto. Hobbes concebía al fundamento moral del Estado como una especie de cesión mancomunada de la vanidad y el odio en beneficio de las necesidades del otro. Decía Hobbes que la soberanía política encuentra su origen en el nombre-del-padre (él hablaba de “autoridad”) mientras que el individuo se debate en pugna por pequeñeces. Tal vez haya que advertir al auditorio, después de tanta influencia judeo cristiana, que el ser humano, lejos de haber sido concebido a la imagen y semejanza divinas, pulsa y es in-mundo. Brevemente diré al respecto que Freud define la “pulsión” en un escrito de su autoría de 1915, como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como una medida de la exigencia del trabajo impuesta a lo anímico a consecuencia de una especie de trabazón en lo corporal (no querría detenerme en esto, sólo señalar que para gozar hay que tener un cuerpo, y que quien no se apropió de él, definitivamente ha solo de pulsar y repetir). En definitiva, la pulsión es una expresión psíquica de la excitación. Freud toma de Georg Grooddek la idea del caos pulsional del ello y lo desarrolla en su trabajo de 1920 “Más allá del principio del placer” para ampliarlo en forma exhaustiva en “El `yo´ y el `ello `”, Obras completas – Volumen II – (traducción de López Ballesteros y Torres).

Quien no quiera ver esto del sujeto provocará y se provocará más dolor, el dolor le pertenece al ser humano, pero la sociedad que se desinterese de este, habrá iniciado una carrera hacia el no querer saber y la eterna compulsión a repetir. Es decir, si el humano es in-mundo, inmundo, nobleza obliga: el Estado debe propender a políticas públicas que compensen lo que no pudieron las prácticas sociales y alistarse en la ética. (Como no es este un curso sobre Hobbes, tan sólo les recomiendo un libro sobre él, de Leo Strauss, que prácticamente divide su pensamiento en dos épocas: la de la ciencia moderna y la de la total emancipación de la tradición.) Esto que digo constituye de alguna manera el fundamento de la ley jurídica (derivada de la ley de prohibición del incesto), razón por la cual considero que se le debe a Kelsen alguna revisión de su teoría pura, aunque deba aclarar que hace tiempo abandoné el racionalismo dogmático.

Echemos ahora un vistazo a la sociedad y a los Estados de hoy, sin antes señalar que conviene tener en cuenta que “gobierno” y “Estado” son términos que no se identifican y deben ser conceptos separables, lo cual constituye un imperativo ético. Puesto que el Estado se debe a los administrados, sean éstos ciudadanos o habitantes de un territorio, es esta una noción política permanente, mientras que los gobiernos cambian conforme la plataforma electoral de las democracias. En las dictaduras y tiranías, gobierno y Estado son lo mismo, total que el Estado no se subsume en la ley sino la ley en el Estado administrado por el padre de la horda. (Freud distinguió bien entre el padre de la horda y el nombre-del-padre, es decir del padre que articula y que prohíbe el incesto.)

Ahora bien, el capitalismo globalizado –sofisticada mutación del capitalismo industrial primero- no necesita de sujetos, le son imprescindibles los individuos, aquellos que con poca conformación del yo actúan socialmente el rol de agentes de propaganda y lo hacen, desde luego, muy felizmente. Porque la eterna preocupación del yo por sí mismo y su seguridad le confieren un carácter eminentemente conservador e instauran en su economía psíquica una compulsión a la síntesis, tan emulado por la imagen visual. ¿Qué mejor que la síntesis de lo imaginario? Lo cual viene a significar que cualquier alteración de la composición egoica del yo (no del “moi”) hará saltar, de inmediato, los mecanismos narcisistas u obsesivos de autodefensa para intentar restaurar su unidad. Agreguemos que, de ser posible, a la globalización le son funcionales seres con un superyó importante que no encuentre, por lo demás, negociación posible y que los empuje a “resolver” sus problemas con pasajes al acto, ataques de pánico y “acting out”. A veces estas suspensiones en la significación subjetiva se “solucionan” en los locales de venta con las compras compulsivas, con gritos y peleas en la intimidad de los círculos familiares, o con un ex abrupto en los trabajos o en las escuelas. Es que la realidad ha pasado a ser mera visualización de algo externo, y el ojo icónico se contenta con los simulacros hiperreales, tal que los video juegos sustituyen el esfuerzo muscular en los deportes, los documentales televisados al desarraigo, la mirada escópica de la miseria humana a la solidaridad, la telepresencia pasó a ser omnipresencia y la comunicación continúa simulando una intersubjetividad mínima a través del “gran hermano” o del amor al prójimo como objeto (pequeño)- a.

En otras oportunidades aquel superyó implacable hace que, cuando se suspendió la cadena significante del sujeto, lamentablemente, este termine en la comisión de delitos, casi todos éstos con presencia fuerte de pasajes al acto o de acting out, ya que se quiere sustituir, violentamente, la invisibilidad por la visibilidad. Así, es común observar en la época delitos de crueldad extrema cuyos resultados – cadáveres de personas decapitadas o en los que se practicaron toda clase de sevicias – atraerán la pronta imagen televisiva de los noticiosos, la cual tiene a su vez la virtud de hacer visible lo invisible (la furia, el odio, la venganza, la marca de un negocio frustrado, etc.) y, también, de trasformar lo convertido a visible en invisible nuevamente después, debido al proceso de saturación, sobre- interpretación, fragmentación, celeridad y debate al infinito. En definitiva, la visión humana se ve hoy sometida a una cirugía plástica diaria con el soporte de la televisión y del internet. Soporte éste asegurado y sin vencimiento. Como bien dice, aunque en otra línea (antropológica y semiótica) Manuel González de Ávila en “Cultura y razón”: “(…) no faltan datos para pensar que los perfeccionados instrumentos de producción, circulación y recepción de íconos disponibles en el presente logran intensificarla (se refiere a la imagen) hasta hacer del ojo actual una contradicción viva: la de un órgano que ya no ve el exterior porque está vuelto hacia un mundo interno sostenido sobre prótesis tecnológicas, y decorado con los remozados ídola de la transmodernidad” (4.1 de op.cit.: “¿Estudios visuales contra semiótica?”, 242 y concs.).

Ya que me referí recién a los delitos, recuérdense los crímenes de las hermanas Papin, los homicidios en masa de las sectas religiosas, los de los sicarios. ¿Hablaríamos en la época únicamente de los crímenes del superyó? ¿O deberíamos agregar aquellos del ello para aludir a quienes matan sin saber, tan sólo por la imperiosa necesidad de hacerlo, o de provocar primeros planos en la cámara de los noticiosos? (La opinión popular suele nombrar a estos delitos como “crímenes bestiales” o “crímenes sin sentido alguno”.) Es que si hemos sido despojados del ser, el ser retorna disfrazado y capturado por un instante en una cámara porque el yo autónomo cree que retomará su vida a partir de ese mismo instante efímero y mediático merced al fetiche de un espejo velado y borroso, que es visualizado y común a todos. Es decir, para este nuevo estilo de vida, convengamos que vienen de maravillas aquellos sujetos que suelen suspender, como hábito, la cadena significante de su historial y que reencuentran su sentido, ante esas situaciones de anomia en las cuales la palabra no operó, en los manuales de autoayuda, en los medicamentos como el prozac o el rivotril, en las soluciones típicas del arriésguese-pero-hágalo-ya, y en las recetas religiosas colectivas. Porque en todo caso, en estas sociedades, el otro interesa como eslabón de una cadena significante para el consumo del consumo mismo. Y si, como sucede en los países más empobrecidos como Argentina, ese otro viene vestido de demanda, la sociedad reacciona con paranoia y se refugia en la ilusión de lo seguro. “Seguridad” y “tolerancia cero”, los nuevos hallazgos lingüísticos…

Lamentablemente, el mercado no constituye un espacio al cual se pueda pertenecer alternativamente sino una forma de relación política y social en la cual todos estamos inmersos más allá de nuestra voluntad. (Para aquel interesado en globalización, consumo y narcisismo les recomiendo una investigación de María de Fátima Severiano “Narcisismo y Publicidad”, Siglo XXI, edición 2005.) Veamos, en este contexto, qué esperar de la sociedad del conocimiento, en un tiempo alejado de los valores modernos del humanismo. Como dice Gadamer, las moralizaciones en el investigador tienen lo mismo de absurdo que la pretensión del filósofo de deducir desde algunos principios cómo debería modificarse la ciencia de hoy para legitimarse filosóficamente. Quizá, lo que sí interese sea comprender las condiciones de producción de ese conocimiento para ver hasta dónde puede llegar tal conocimiento científico y tecnológico, pero sin censurarlo sino reglándolo jurídica y éticamente.

El conocimiento es el resultado de la razón, siempre enmarcada en la historia. Parece innecesario aclarar que tal conocimiento no deja hoy de ser mercancía, como los restantes objetos de la producción y de la cadena financiera. No se trata de tomar la masificación como un prejuicio, por lo recientemente expuesto, sino de observar que esta construye imaginariamente al sujeto y que este se auto construye en ella. El consumo hoy es simbólico, ha pasado a formar parte de nuestras vidas y a fijarnos un modo de relacionamiento, casi naturalizado e imposible de evitar. Asimismo, el conocimiento necesita de la información y aunque, a menudo se lo confunda con ésta, no existe como tal si no tiene un valor agregado de creatividad. Sin embargo, se tiende a naturalizar también la información como si su resultado nos brindara un conocimiento completo e inmutable en el tiempo.

A mi juicio, episteme y doxa son inseparables. Por ello, como hubiera advertido Espinoza, pensar es acción. Pero retomemos lo del conocimiento para asociarlo a su fuente más arraigada: la de los centros universitarios y académicos. En algún otro momento, tal vez podamos explayarnos en la doxa, debatir hasta qué punto son ambos conceptos tan inseparables (aun para la ciencia). La universidad constituye un aliado importante de la investigación, en tanto las primeras preguntas y los avances de sus respuestas se cocinan en ella. En todo caso, y en principio, para las ciencias sociales (más que para las humanidades) resulta prioritaria la instrumentación cognitiva. Interesa más el conocimiento de la mente que la doxa. Pero digamos para empezar que, a mi juicio, no hay transmisión académica de una experiencia, aun la cognitiva, si ésta no puede expandirse a otros sin la complicidad que da el hecho mismo de compartirla. Es decir, no hay universidad donde hay pura endogamia. ¿Qué hacer en la enseñanza, qué hacer, pues, en la universidad?

La universidad se debe al saber. Recuerden que Lacan habla de los cuatro discursos: el del amo, el de la universidad, el del histérico y el del psicoanálisis. (Para Lacan el capitalismo no es discurso, sencillamente debido al hecho que este no incluye al otro.) Si bien hay saber en todos los discursos, en el universitario el saber es el agente, es decir es el saber el modo de difusión porque depende en cierto modo de la verdad que oculta, la del amo, que no obstante no está en la misma posición que en la de su propio discurso. No me refiero, entonces, a la universidad que dispensa títulos y es puro negocio, circunstancia que la haría partícipe como agente del discurso del amo. Me refiero, así, a una universidad dueña de su discurso, en la cual el educando no trabaje sobre una pregunta sino que la pregunta lo trabaje a él –subversión de aquel sujeto puro del conocimiento, empeñado en repetir, perezoso; es decir: aquel llamado el “sujeto del goce”-.

Para los lacanianos, lo discursivo va más allá del sujeto, constituye una cadena en la que cada significante es dinámico, opera para otro significante. En definitiva es la estructura del lazo social. Si leemos, en los Escritos, el seminario de 1962/1963 de Lacan, la cuestión del “deseo del enseñante”, veremos una posición subjetiva de un sujeto que se encuentra ante la imposibilidad del todo-saber. El saber universitario, así, es un saber-no-todo, permanentemente puesto en crisis. Debe haber desacuerdo, debate y separación, pero también un saber-hacer-nuevo, pues nos proyectamos en el tiempo histórico siempre. Es decir, así como en la clínica, el psicoanálisis no se contenta con la desaparición del síntoma, sino que al desaparecer las viejas identificaciones primarias lentamente el analizante va a simbolizar unas nuevas que fluyen, la universidad no debería ser la mera transmisora del conocimiento, sino la unidad que se deja cooptar por el saber de sus educandos y de los educadores en un intenso trabajo del pensamiento analógico, con seminarios y debates en los cuales la idea provoque la pregunta y no que la pregunta encuentre respuestas ciertas al infinito.

Volvamos a los conceptos de “sociedad y conocimiento”, qué se juega cuando hablamos de esto. Si hay algo que no puede discutirse hoy es el hecho que la tecnología nos ha cambiado la vida. Yo no estaría aquí frente a ustedes si no fuera por ésta. Vale decir, así como cuando apareció el automóvil, en desmedro del carruaje, el ser humano se acostumbró a andar más rápido, con la invención de las computadoras y la expansión de los medios electrónicos de comunicación, el ser humano se masificó, se hizo él un significante para otro pero en la cadena del consumo, no de su articulación al otro para hacer lazo social, y comenzó lo que yo llamaría ahora la nueva era de la objetivación del sujeto a través de las neurociencias, en las cuales se tiende a reducir a ese sujeto a sus redes neuronales, se habla de mente, de una energía que le es ajena (y no de inconsciente), del cerebro. Se trata, así, de analizar las conductas materiales del sujeto en tanto la ciencia impone su verdad particular a aquél, todo encuentra su diagnóstico en la genética, el goce como cura al servicio del goce. Así, si tu padre tuvo cáncer, lo tendrás también, cuando en verdad puede ocurrir que, precisamente, porque tu padre lo tuvo, podés vos desarrollar una psiqué poco propensa al cáncer, el cual, en definitiva, es una patología traducible como un querer hacer la de uno, separado del otro, con un cuerpo que desarrolla células que, no por casualidad, generan su propio circuito separado del resto de las demás células sanas. Con estos breves ejemplos quiero poner sobre el tapete la idea de que pensar (y, por añadidura, pensar jurídicamente) no se identifica, en sí, con el pensamiento científico aunque este, puesto instrumentalmente al servicio de las personas, haya logrado resultados beneficiosos, que son de público y notorio. Sin embargo, en efecto, existen otros modos de pensar posibles, los cuales no por ello deben estigmatizarse como carentes de validez.

Adviértase que, cuando me referí hace instantes a la “objetivación” del sujeto, no hablo de la topología propia del narcisista en la cual éste se encuentra posibilitado, habida cuenta de su narcisismo, de desdoblarse en sujeto y objeto sino a una especie de des- subjetivación, como si el sujeto formara parte de una cadena significante que le deviene impuesta por la sociedad. Me aclaro: puede decirse que cuando recién aparece en el planeta el ser humano necesita estudiar su hábitat, dedica tiempo a la geografía, física, astronomía para averiguar dónde están él y su contexto. Recién a fines del siglo XIX el sujeto comienza a mirarse, momento de inflexión cuando aparecen las ciencias humanas, las sociales. Entre ambas, surge el psicoanálisis, el cual podríamos decir que constituye una hermenéutica hasta que con Lacan y Vappereau, más tarde, se elaboran los matemas y las representaciones geométricas para hacer devenir una crítica de la teoría, es decir una clínica de la teoría y fundamentar una clínica del inconsciente en constante mutación. Quizá esta última práctica y teoría (aun no devenida en ciencia, a mi juicio) constituya el envés de las ciencias del hombre, que prefieren acusar recibo de la episteme, del conocimiento objetivo y en tercera persona, libre de las asociaciones para que se diga verdad (no, “una” verdad, es decir la particularizada y falseable de las ciencias sino “verdad” articulada con el inconsciente, la cual no depende ni fluye siquiera del sujeto puesto que no se basa en su razón).

Los enormes avances instrumentales de las ciencias y de la tecnología si bien posibilitaron elaborar curas inimaginables del cuerpo físico del sujeto, practicar cirugías con robots y realizar pronósticos a futuro en la vida planetaria, del sistema solar y del universo, desafiar la idea de Dios con el big ban y destronar cualquier centralización del conocimiento, generaron una manía por colectar probanzas, falsear hipótesis y conformar aparatos lógicos independientes, que se anuló prácticamente cualquier intento de resistencia epistemológica que implicara descentrar la razón del sujeto o pensar racionalmente sin pruebas. Cuando Kant elabora sus categorías, no es que por sus imperativos del deber ser quedó en el camino hasta que apareció la “Aufhebung” / superación hegeliana, sino que ya había descubierto las dos partes inconciliables de la fórmula binaria, que no tienen por qué superarse necesariamente. Claro que Kant no lo sabía y el Derecho no quiere hoy saber de ello. Es que, a veces, enseña más una paradoja y el hecho de ubicarse topológicamente entre dos términos adversos, que elaborar las contestaciones posibles para que todo cierre, como ocurre con los dogmatismos jurídicos y la obsesión. Podría decirse que la ciencia es obsesión, y el arte y la resistencia, la histeria.

¿Qué lugar ocupa entonces la transmisión académica en el Derecho? ¿El mismo que en la sociedad del conocimiento? Véase que, de la mano de la tecnología y de la ciencia, nace como otra derivación del materialismo positivista la semiótica, la ciencia del signo (prefiero referirme a la metodología del signo, pues si todo es signo, la falta de separación entre lo que es estudiado y la teoría impide hablar de “ciencia”). En la otra vereda, queda la interpretación, la hermenéutica, la que se ocupa de ir desarrollando las capas acumulables del saber, que no es una historia del signo jurídico sino el Derecho mismo, que se hace al andar mediante el pensamiento analógico. El Profesor Arenas-Dolz escribió con Beuchot un libro muy interesante “Hermenéutica de la encrucijada”, de la editorial Anthropos, les recomiendo la edición de 2008. Siguiéndolos a estos autores, se trataría de afirmar algo así como hacer que el Derecho entre definitivamente en un diálogo con el otro y la costumbre, mediante el cual la comprensión jurídica no comprenda (valga la redundancia) sólo al otro (como sujeto retórico) sino más bien la verdad que se nos deja decir a través de él. Es lo que marca la tradición histórica.

La tradición docente que ocupa el conocimiento jerarquizado en las universidades suele apuntar a lo que en la Comunicación se denominan “las tres e”: excelencia, eficiencia, eficacia. No obstante, en la época que nos toca vivir del jetzzeit, cuando el tiempo en vez de ser un aliado de la razón mutó en mercancía, se necesita conocer rápidamente y con la mayor certeza. La certidumbre del conocimiento es directamente inversa al caos del saber. El saber nace del caos y se acumula en el tiempo y si bien organiza, lo hace en forma abierta y a sabiendas de que aparecerá un nuevo caos al infinito. Me aclaro: ustedes habrán visto cine animación alguna vez con sus hijos o de niños, o simplemente cultivarán los dibujos animados. Los guiones se basan siempre en alguien que corre a otro, ese otro termina a veces por perseguir a su perseguidor, o hay objetos mágicos que mutan y abducen. Esas historias de ficción suelen ser circulares como los laberintos. Si ustedes escriben una serie 1, 2, 3, 4… terminarán en una serie infinita que repite sin comienzo. Si, en cambio, le anteponen el cero (el dicho popular reza “es un cero a la izquierda”), advertirán que, lejos de repetir sin sentido la cadena que podríamos llamar significante, cada cifra con tal cero comienza a tener por referente a la otra, al acordarle un valor extra al 1: 0+1 es 1; 1+1 es 2; 2+1 es 3 y así. El cero le da valor al inicio del 1, que en la teoría freudiana es la causalidad sexual a develar para que se evite la repetición neurótica.

¿Qué sería una repetición neurótica en la transmisión de las enseñanzas jurídicas? Algo que hace un uso de la norma sin comprender al otro/Otro, total que el sistema funciona – para algunos más que para otros-. ¿Qué sucede cuando hablar del Derecho nos hace recalar en la dinámica globalizada de los pseudos poderes nacionales? En un libro de 2003, Jean-Claude Milner (“Les penchants criminels de l´Europe démocratique”) nos dice que la democracia actual se basa en un cortocircuito entre la mayoría y el todo, puesto que el ganador electoral se queda con todo aun cuando la mayoría no lo sea, por definición, con lo cual las minorías desempeñan el rol social de contar para el otro como nada. Es cierto que en países como el mío, algunas minorías son bastante visibles, pero en todo caso habrá que ver hasta qué punto las mayorías no cumplen su papel literal de no-todo por una falta estructural económica que nos viene allá en el tiempo. A ello se suma la circunstancia que el Derecho es de las disciplinas que deben saber. Esto se ve mucho más en el derecho penal, el cual representa el último eslabón del lazo social al ser la rama jurídica de la punición, por excelencia, aunque se ocupe de los sujetos de derecho, del estado de necesidad, de las consecuencias civiles del sujeto condenado, etcétera. Y la sociedad, ante la presencia de seres que transgreden las leyes, suele movilizarse muy rápidamente alrededor del castigo, transformando a los agresores en una suerte de antihéroes del relato social que merecen ser expulsados. Así, no se quiere saber –circunstancia que articula a la perfección con una disciplina que ocupa la posición del todo-sabe-lo-todo y que desempeña el papel de la “solución” última. Otra vez aparece el paradigma de la “seguridad”…

Como sistema, al poseer reglas de autovalidación propias, el Derecho cultiva a diario su propia cerrazón porque encuentra sus respuestas en el sistema. Ahora bien, el Derecho posee un sustrato humano, regla conductas, tiene efectos directos (a veces letales) para el sujeto. Y la relación del sujeto con la sociedad y el Derecho es de conflicto, no se basa en el amor. Recuérdese a Legendre, el discípulo con el que trabajara Lacan en el ámbito forense, que escribe un texto “El amor del censor” para articular Derecho y Psicoanálisis. El Derecho no trabaja con paradojas, todo lo contrario. Existe una máxima jurídica, habitualmente hecha precedente en los Altos Tribunales, que expulsa la imprevisión en el legislador, por lo tanto el juez –último intérprete de la norma jurídica- tiene que hacer lo suyo para eliminar la contradicción, superar la falta, de modo tal que aparezca como que la ley jurídica (derivada de la ley de prohibición del incesto del psicoanálisis) es lo-todo. El objetivo del psicoanálisis no es el sentido sino, precisamente, la reducción de los significantes a su sin-sentido para encontrar las determinantes causales de la conducta del sujeto.

El objetivo, en cambio, de la interpretación en el Derecho, es el sentido mismo porque la labor jurídica suele considerarse como una tarea de resultado. Y el signo jurídico, como un acabado lingüístico que sirve para ahora y para siempre. Cuando digo esto, estoy evocando a Perelman, a aquel que, con Olbrechts, inscribiera en la expresión “nueva retórica” un modo distinto de ver al Derecho, no identificado con sus Ciencias. Puesto que la pregunta que surge es qué son “las ciencias jurídicas” sino otro entrampamiento ideológico más del Derecho. Cuando en el Tratado de la argumentación, en 1957, este autor se unía al movimiento iniciado por Viehweg contra el nazismo, el positivismo kelseniano quedó averiado. Después, con los pasos de la teoría argumentativa de Alexy, de 1976, se continuó desarrollando la idea que se puede pensar con una racionalidad práctica, que se identifica con el sentido común y el bien de las personas. No se trata, tan luego en el ámbito jurídico, de establecer verdades universales sino de buscar conclusiones razonables, basadas en argumentos que susciten el consenso. Después de todo, de eso se trata la intersubjetividad y el lazo social en las democracias.

El año pasado, a raíz de una ponencia en un congreso de Psicología de la Universidad de Buenos Aires, un abogado de nota se me acercó, de la Cátedra de Derechos Humanos. Y me preguntó, pensando en voz alta como se hace entre amigos: “¿Los derechos humanos serán inalienables?…” Evidentemente, se trataba de un positivista un poco escéptico. De inmediato le di mi respuesta: “ontológicamente no; jurídicamente, dependemos del gobierno y de sus políticas públicas; éticamente, mientras mantenga mi forma elemental de humana, deben serlo, y los jueces estamos para decirlo”.

Mientras se continúe gestando en lo público una distinción entre vencidos y vencedores, castrados y fálicos, únicos y restantes, la dialéctica del poder habrá de sustentarse en la Universidad amo, en la ley muda para unos pocos, que no es “ley”, sino mera norma deslegitimada para la sociedad y para la gente, cuya pérdida de anclaje en lo social continuará haciendo un llamado desesperado y doloroso al amo y a un a cómo dé lugar. Es que cuando la ley se muestra con desparpajo en su falta, deviene el sacrificio de los pocos, los invisibles, los más débiles. Como decía Sartre, “cuando los ricos inician sus guerras entre sí, los primeros que pierden son los pobres”.

¿Qué posición, así, debe ocupar hoy el jurista? Aquel que, lejos de los dogmatismos del diccionario, de la unidad del sentido y de la imposición de la episteme de los precedentes, se considere libre para interpretar. No en la dimensión de esa libertad de la asociación del analizante, pues no se trata de desconocer la naturaleza conativa de la ley y de sus reglas hermenéuticas. La única posición que se me ocurre para el jurista y el docente de hoy es la del agente del saber, que no es un saber que nos deviene naturalizado y automáticamente de la ley del síntoma, sino la de un compromiso diario (y doloroso) con el otro. El juez y el jurista deben violentarse a sí mismos, el poder es una relación, no le demos al poder una posición inmerecida. Recuérdese el pensamiento de Gadamer: la autoridad se reconoce, necesita del otro, nunca es autorreferente. Tal vez para esto sirva hablar de “metasemiosis jurídica”, un modo de control democrático de la realidad, que no sea el efímero de los noticieros.

Quizá, se trate de tener alguna vez la valentía de ubicarse en la misma posición del sujeto que se deja decir por el saber, es soportado por la pregunta molesta que involucra poner en juego a la ley en el caso particular; tal vez sea una cuestión del coraje de mirar al otro (no sólo al legislante de las mayorías) y repreguntarse siempre, aun en las unidades académicas, para que otros, en su saber, mantengan la memoria del proceso inacabado de la significación jurídica. ¿Qué es el Derecho? Una pregunta que no debe acallarse en tanto se vincula con el fundamento u origen de la ley. Los positivismos jurídicos no necesitan interrogarse lo que se estableció como premisa primera validatoria del Derecho mismo, pero la teoría hermenéutica, a diferencia de la dogmática racional jurídica, puede ayudar a comprender lo indeducible de tal sistema. Si todo conocimiento humano es finalmente una aporía porque la cultura no tiene un principio y un final y los seres humanos somos mortales, no es esta una afirmación que valide la aceptación de ficciones o relatos para dar consistencia al sistema punitivo en sí.

La justicia de la tolerancia, de la paz y de la libertad a que aludía el propio Kelsen, en su teoría pura, puede ejemplificar acerca de la valía hermenéutica, pues en el quehacer jurisdiccional diario es que se mantienen vivas las normas. Un modo de humanizar el Derecho es comprenderlo no solamente en la faz lingüística interna de la ley sino advertir que ésta – como el Nombre-del-Padre del Psicoanálisis – es un organizador que inscribe al sujeto en el lazo social, es decir con el otro y en el Otro simbólico.  La mejor manera de transmitir ese conocimiento es hacerlo dejándose decir por un saber inacabado que nos interrogue e interrogue a las instituciones. En épocas aciagas, cuando el tiempo ha pasado a ser casi inexistente, y por esto una mercancía más en el fenómeno mundializado del consumo, a algunos juristas nos queda aún el deseo de renovar preguntas desde distintos ángulos que admitan otras formas de pensar el Derecho. Transmitirlo no es, por ello, enseñar a repetirlo y a enunciarlo sino a leerlo. Enunciación y lectura no son sinónimas, aprovechen el jurista y el juez para oír (y ver) la costumbre del otro. Cuando el precedente ha dejado de considerar a la costumbre como invitada especial y queda fijado como thanatos en la rémora, se continúa gestando un sistema in-humano y fuera del mundo, fenece la base antropológica del Derecho.

Estudiantes, profesores y colegas, sean lectores, sean escuchas. Es este un pequeño acto de valentía que propongo. El jurista y el historiador del Derecho no se diferencian en su saber teórico del saber práctico del juez que sentencia. Ni tampoco, del saber especulativo del filósofo que intenta comprender este proceso y formula nuevas preguntas cada vez. No estoy aquí para responder sino más bien para preguntarme con ustedes en un diálogo que sea fructífero, fenomenológico y desde mi experiencia. Muchas gracias

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