Los plátanos se inquietan un poco, a juzgar por el leve balanceo de sus ramas. A través del sucio ventanal de un piso alto que asoma a la avenida con la discreción urbana de lo repetido, la paupérrima vida de los otros se desvanece en comparación con el agitado traqueteo del diario. Los automóviles, colectivos y peatones se mueven como juguetes de cuerda.
Reviso la fuente de la noticia que va a ser publicada en mi columna. Años ha me la ofrecieron los directores, seguramente por un exceso de confianza. Y si todavía me aguantan, debe de ser porque se les hizo un hábito que, después de tanta controversia, yo decidiera continuar en la gráfica.
Mis dedos presionan sobre el teclado, y la cabeza se independiza del cuerpo, espanta la resaca y ejercita su propia sintonía. Elige, tac: palabras. Enlaza oraciones, expresa, construye. Mi cerebro puede borrar mi descarriado amanecer cuando escribo. También el cansancio debe de provocar esta especie de alienación. Aunque la verdad, no tengo ganas ni tiempo de analizarme. Lo importante es que nadie advierte mi sustancial desdén pues, sobrio, oculto mi resentimiento: de solo oír a la gente, me dan puntadas de intolerancia en el estómago y gracias al alcohol que tomo en cantidades apreciables durante la noche, el día se me hace más fácil y sonrío a todos como cualquiera al que le apetece ser feliz en esta mundana feria de vanidades. En definitiva, no han logrado disciplinarme; sin embargo, el vino o un buen fernet, que tomo en cantidades apreciables, colaboran a que soporte el duro transcurrir compartido porque la mayoría es superficial, estúpida.
Me entretengo en la agencia picando cables. Claro que mi fuerte es el periodismo de investigación. A raíz de sus sinsabores, entablé un vínculo antojadizo y dulce con el alcohol y logro con él la paz imprescindible que todos los mortales deben de experimentar sin adicciones. De la teta pasé sin transición a esta especie de ungüento mágico. Prefiero morirme con un vaso del mejor tinto en la mano a resignarme a la abstención de cualquier cristiano. Estoy convencido de que mi columna en el periódico interesa poco. Es que la lucha de clases, si superaste el hambre, se ha transformado hoy en una guerra por mantenerte en la lista de los cientos de imágenes y discursos que dan vueltas sin destino cierto en la Internet, la tele y las redes.
Valdez irrumpe en la sala de redacción. Tira sobre mi escritorio un papel de fax, que da cuenta de otra muerte, esta vez en Florida y Corrientes. Una riña entre jóvenes drogados… Y se pone a hablar de víctimas, secuestros, robos y maltrato. Entró hace cinco meses, escribe mal y es un idiota. Pero lleva y trae (más chismes que noticias), creando climas de encono con su lenguaje de odio, en una suerte de glotofagia nacional… Aunque, en cualquier momento, lo designan el empleado del año. Ignoro si le pagan bien por ser el sobrino de uno de los dueños o debido a su habilidad para el chusmerío, que disimula su incompetencia, no solo para el periodismo.
Paty lo sigue por detrás y, al oírlo, comienza a reírse. Valdez hace mutis por foro, y ella viene directo a mí, pregunta acerca de un borrador que dejó hace una semana para la sección de modas. Aún no se lo aprobaron: sabe de tendencias, it girls y de fotografía, pero no tiene la menor idea de cómo se escribe en un periódico. Es llamativa, se me acerca tanto que huyo pegado a la silla hacia un costado. La chica-zulú revolea su pelo brillante, que le llega a la cintura.
Se lo pasa seduciendo, supongo que para no aburrirse. Con su voz de radio enloquece a cualquiera, mueve caderas y exhibe unas piernas eternas gracias a los generosos tajos de sus polleras, haciéndose al mismo tiempo la distraída. Sus prácticas caníbales todavía no resultaron conmigo, soy ermitaño. Y esto mismo es lo que la debe de mantener en vilo, pues al iniciar una charla, sostiene su mirada de ojos grandes junto a la mía e incursiona en temas que todavía suscitan atención en mí. Le habré de llevar 10 años. Sus neuronas activas y en flama como el picante, la destacan de entre tanto mediocre. A diferencia de muchos que andan chupando las medias y difundiendo mentiras de ilusionistas, la chica- zulú es sarcástica. Me encanta que la ironía no la usemos solo los varones. Será por esto que a veces no logro reprimir mis impulsos viriles y me asaltan ganas de hacerme de ella como de un chicle.
Valdez reaparece, trayendo su olor a pucho, que nos invade. No contento con haber levantado a sus compañeros de trabajo en contra del país, repetir al cansancio que habitamos en una ciudad de delincuentes sueltos, engulle su rabia pero la despide a bocanadas de disgusto, pasándose los dedos de una mano por entre su pelo enmarañado. Valdez, por qué no te vas a la mierda. No se lo digo: de mis cerradas noches de alcohol y desgracia, aprendí que hay que disimular. Los borrachos lúcidos (no es oxímoron) siempre molestan.
Durante el día tomo agua, litros de agua: es duro sostener los semblantes de la objetividad, por lo menos para transmitir ciertas noticias.
En medio del bullicio que se arma entre nosotros merced a Paty (se babean con ella) y los comentarios ponzoñosos de Valdez, cierro la columna que estaba escribiendo. Como de costumbre, anoticio a mis lectores sobre otro hecho que no resolverá la Justicia.
Miro por el ventanal, las gotas de agua solidificada del tiraje de los equipos del aire se van acumulando sin gloria. Y un conocido envía un mensaje a mi teléfono: se produjo un asesinato del cual debería ocuparme. Aborrezco lo que excita la conciencia de los morbosos. El solo imaginarme la escena me da escalofríos. Sin embargo, tomaré el caso: he conservado el trabajo en la redacción de una revista durante mis viejos años desquiciados por el alcohol gracias a la intervención del remitente.
Sé que cuando investigue, voy a rechazar la versión oficial y sortearé como pueda, el historial de mi reputación: a sabiendas de que soy un pichi que mete sus narices donde no debe, acaso nulifiquen en tribunales las pruebas, contundentes o no, que yo pueda reunir, si los presuntos involucrados fueran cercanos al poder. La excusa lógica: que el juez de primera instancia cometió errores en el procedimiento, lo cual arguyen siempre en juicio los abogados pícaros. Y si Casación, tras años de proceso, devolviera el expediente a su inicio por lo mismo, ya prescripta la causa – lo que es común -, me llamarían de Jefatura para reprenderme. Quién sabe si así, mis colegas no se volverían a burlar de mí como en el pasado y echar más leña al fuego…
Me aferraría entonces, por caso, a mi vaso-al-tope. ¡Pensar que, de joven, largué Derecho porque me hartaban las complicaciones!
El mensaje: muerto de 17 puñaladas. Un femenino se encontraba en estado de shock. Y ensangrentada de pies a cabeza cuando la policía allanó la vivienda, atento a la denuncia de unos vecinos que escucharon los gritos y la caída del cuerpo. La mujer daba la impresión de ser normal, pero andaba loca los últimos días, según oyeron los agentes del orden. El subcomisario anunció a la prensa que se inició el expediente usual, dando intervención a la Fiscalía de turno. La señora X fue trasladada a comisaría, previo suministro de calmantes y asistencia psiquiátrica. “Ocupate del asunto y andá a fondo” -firma de mi colega, punto-.
Huelo a desgracia. Como ocurrió con lo de aquel comisario… Después de recabar informes sobre él durante meses, clasificar los documentos acreditativos de su culpabilidad en un asunto de trata de menores, nadie se hizo cargo, y recibí amenazas de muerte por toda compensación. Yo era joven entonces y tan seguro estaba de la eficiencia judicial y de mis averiguaciones, que me lo pasaba largando títulos acusatorios. El periódico vendía, así que me hice de buena fama. Pero mi prestigio se hizo trizas cuando la causa se cerró con un sobreseimiento, que quedó firme y consentido porque la Fiscalía no apeló debido a unos vericuetos procesales que nunca entendí.
El comisario hizo uso del sobreseimiento hasta el hartazgo, proclamando a viva voz su inocencia para impugnarme a mí y a la agencia. Y se armaron cientos de programas y paneles para debatir sobre derecho, ética y periodismo. Mi jefe, intuyo que para zafar él también de la burrada, me obligó a que tomara una licencia. Mis compañeros se lo pasaban hablando pésimo de mí. Asimismo, la tele recordaba día y noche los principios de los Estados de Derecho, que nuestro país era un ejemplo y atacaba el amarillismo. Había que dejar hacer a los jueces, los periodistas condenábamos de antemano y predisponíamos a la audiencia – repetían -. Hoy, los tribunales son exhibidos como estructuras impotentes y arcaicas.
Ignoro cómo, después de aquellas trifulcas, me mantengo cuerdo durante las mañanas, soportando a un prójimo simplificador y prejuicioso, lleno de confusión, que opina en y sobre todo. Sin embargo, en la noche es cuando me asalta el terror de morir en manos de un depravado. Quizá debido a las fechorías de aquel comisario y de sus cómplices en los hechos no esclarecidos sobre la trata de menores, yo empecé a sentir culpa hasta de ser hombre: no lograba conciliar el sueño. Cómo se sentirían esas esclavas, si lograban sobrevivir lúcidas a la porquería deducible. Llegué a arrepentirme de mis amaneceres de pasión, cuando besando cuerpos llenos de furor, me perdía en mí mismo penetrándolos. Mi soltería me indignaba, andar fisgoneando por la calle a mujeres bellas. Las víctimas se me aparecían en sueños: caderas anchas, ojos rasgados de felino o asustados y saltones, sonrisas líquidas y piernas que conducen al ovillo de la vida.
“Ninguna menos”, pero cada vez son más.
En el palacio de la verdad solo olía a expedientes carcomidos por ácaros, en contraste con la fragancia de algunos jueces que se figurarían semidioses disfrutando de un crepúsculo en el Jockey Club. El Palacio de Justicia y los juzgados lucen sus edificios derruidos por dentro y solemnes por fuera. La arquitectura no sabe de atrasos en las causas, de huelgas judiciales ni de abstracciones. Fiscales y defensores se mataban por ser oídos en las mesas de entradas: largas acusaciones, petitorios de eximición de prisión, apelaciones, ofrecimientos de prueba; pases a la oficina de tal y cual, tómese vista y cúmplase, informes de pericia, etcétera. En la Justicia real, los jueces tiran esgrima con florete mientras los abogados y fiscales deben hacerlo con sable.
La calesita judicial, en definitiva, daba vueltas en su eje mientras las forzadas prostitutas desaparecían y el comercio clandestino de vídeos pornos filmados con ellas acrecentaba ganancias.
Por las noches yo tomaba y tomaba. Como si pudiera negar la realidad, o más bien adaptarme, organizaba juergas con amigas dispuestas. Amanecía atormentado. Oía esos ecos de música electrónica que te estimulan al límite, y miles de botellas vaciadas caían al piso. El solo despertar me hacía sentir como a un lobo sin su presa. Y echaba a mis compañeras de joda, creyendo que vomitaría mi malestar; destruía los muebles a patadas, dañándome los brazos al asestarme golpes secos con los restos astillados de la madera. Previa ingesta de antiácidos para mantenerme en pie, el hastío de las jornadas empezaba otra vez. Tapaba mis hematomas con las mangas de camisa que vestía aunque hicieran 40 grados y llegaba al diario, retorcido de angustia, con un olor a alcohol capaz de ahuyentar al trasnochador más avezado. Me había transformado en una repetición de inconsistencias. Luego, no tuve más remedio que tomarme las vacaciones que me impuso el jefe, a ver si todos se olvidaban de mi fracaso. Pero yo les repugnaba.
En Palermo se respira el aire fresco, algunos cardenales picotean y se bañan contentos en el rocío de los parques. Durante la madrugada, yo podría disfrutar y escribir tranquilo columnas inofensivas sobre tonteras, muertes acaecidas en otros países o leer teatro o poesía en lo que queda del día: un viejo café en el cruce de dos avenidas populosas ofrece cerveza artesanal y un malbec aceptable. Al anochecer, los automóviles dejan su estela de luz; la gente charla, confiada, entre vecinos, y altos edificios dan cuenta del progreso de la obra pública. Se consumen helados, viejas van y vienen con sus mascotas y parejas de jóvenes se besan en la plaza, desinteresados de militancias. Los ruidos de la vida vigente…
Cualquier parroquiano disfrutaría pues a la redonda, pero si la otra mitad de Buenos Aires está sumida en la droga y la pobreza, al tener el raro privilegio de querer-saber, yo voy a continuar husmeando en los desechos porteños.
Encantado de lo que se cuece entre manos, aviso que cubriré la noticia del homicidio con sevicias y cierro el teléfono. En la oficina me habilitarán la caja chica, “cuidate, no te metas en camisa de once varas” – dicen -.
Ariel, el chico nervioso que me asignaron como cámara, no deja de hacer preguntas. Y: “en este país discuten y se matan. Pero se hará justicia”, dice, “pues asumieron nuevos jueces”. Sus certezas no alcanzan a violentar mi pesimismo gracias a la rutinaria hilera de árboles que se deja ver a través de una de las ventanillas del auto que nos transporta. Las copas se mueven debido a la suave brisa, bajo un cielo tan azul que promete un día fotogénico. Llegamos. El ilícito se produjo en una casona del barrio de Saavedra. Frontispicios con angelotes que portan canastas de uvas enmarcan la entrada. Hacia la derecha, un garaje para varios autos y una vivienda pequeña, que supongo pertenece al personal de servicio, terminan en un prolijo jardín, donde muestran sus abreviadas ramas, algunos arbustos tricolores y crecen azaleas en flor.
Para buscar el perfil del victimario y de la víctima, no me hundiría en el mundo de la criminalística. Soy (y me hicieron) paranoico. Los especialistas contaminan la investigación con sus veredictos, haciéndonos perder de vista el sentido común. Entiéndaseme, el tan remanido sensus comunnis que todos utilizan hasta en la sopa, se reduce, para mí, al olfato del ciudadano de a pie que no se deja convencer por las diatribas de los eruditos, ni de los medios.
Tendré que reconstruir los hechos con cautela, evitando abrir el pico como antes; olvidarme de quienes creen que el juez no debe comprender la realidad sino sentenciar conforme a derecho: sus flacas neuronas ignoran, al igual que todo espíritu de bagatela, que la ley no debe ser aplicada como la anestesia en un quirófano. Muchos años compartidos con abogados, psiquiatras y médicos forenses me hicieron tomar distancia del glosario jurídico, castizo y rimbombante. Estoy convencido de que cuando solo se transmiten noticias sobre la base del código penal y de los actos de instrucción, discursos leguleyos como habilitaciones de día y hora para allanamientos, “procédase”, etc., se construye un simulador de la realidad a pura repetición de protocolos. Una clase de verdad que no me interesa.
Matar con un puñal es un indicio que difiere de hacerlo con un revólver o a mero golpe. Hay algo fálico y de poder que se juega entre cuchillos.
La humedad estorba, transpiro de pies a cabeza. Impiadosa, la atmósfera me pegotea el pelo, la ropa. Añoro esos escasos días de invierno cuando el frío te alivia.
Ariel y yo no accedemos al lugar del homicidio debido a las fajas que dejó puestas la policía. A decir por el comportamiento de sus agentes, no vamos a sacar nada en limpio. El chico de cámara labura al mango, pero la apaga a mi pedido. Le digo que vaya a tomar café al bar más próximo y se niega, no quiere separarse de mí. Debe de ser su juventud la que le impide darse cuenta de que a nadie le interesa un grupo de policías enojados queriendo arrebatarle su herramienta de trabajo a un periodista curioso: se enojaron cuando encendió otra vez su cámara en una maniobra para esquivar el perimetraje, que casi me pasa por desapercibida. Le grito: aunque él dejara constancia, quién se atrevería a cargarse a estos adalides del orden después. No hay caso, insiste. Antes de que se arme la gresca y terminemos los dos en cana, lo palmeo y “está bien”, le susurro, “acompañáme, algún indiscreto querrá soltar prenda”. “Puta” – la expresión que oigo a toda respuesta -. Me sigue, resignado.
En esta avenida arbolada que desemboca en un escueto pasaje, un orgulloso edificio de seis pisos sobresale del resto. Recorremos tranquilos el empedrado y nos entretenemos observando a un viejo que discute en un negocio de antigüedades, con porcelana francesa, muñecas vienesas y platería criolla. Ariel me cuenta que tiene una novia, ella está armando una banda con otros tres que vinieron de Bolivia. Toca el saxo y adora a Gillespie. Dice que en el diario a él lo contrataron como pasante, es ambicioso y que estudia. Por tanto, – deduce – quedará en el periódico y tendrá prestigio. Nuevamente, enciende su cámara. Casas con sus techos rasados; árboles avejentados, de raíces gigantescas que emergen con dificultad por entre el cemento de las aceras; en plano detalle, estarán también los baches con agua estancada de la lluvia que tapó los sumideros sucios y cesó hace días. Todo, bajo un cielo espléndido, pero caseríos en plano largo, más lejos, que no querrían saber de destrato… y el plano americano de mí hablando ha de ocultar mis pantalones arrugados con una mancha en la botamanga. Corte y fundido a negro. Pese a un sol insoportable, Ariel sigue filmando lo que encuentra a su alcance. Transpiro gotas de bronca, me revienta el culto a la imagen. A punto de contrariarlo, una señora regordeta me salva. Lleva un delantal estropeado y calza zapatos con suela fané. Se acerca a nosotros, decidida.
– El hermano de él era un crápula; toda gente de mucha plata… y le andaba sacando guita al matrimonio para la droga, Uds. saben…
– No sé – le contesto-. ¿Para Ud. lo mató la mujer o el hermano? – arriesgo. (Ariel graba.)
– No la señora, nunca. Era una santa: siempre en casa. De día cocinaba para los pobres y rezaba. ¡Imposible!, cómo va a ser la asesina. Para mí que fue el cuñado, un sinvergüenza. Los anormales siempre terminan así.
La vecina se nos queda mirando con sus ojos normales y mandíbula distendida, pues todos los normales suelen portar esta clase de mandíbulas. Y formula la pregunta de rigor: a qué hora se transmitirá la entrevista, “Ud. sabe…”
Le aclaramos que lo suyo va a formar parte de un archivo para la gráfica, que en todo caso si la agencia de noticias decide enviarlo a la tele, será decisión de cuyos resultados no disponemos nosotros. Decepcionada, da media vuelta y se va. Ariel empieza a impacientarse, “no arribaremos a buen puerto” – advierte -. Trato de calmarlo, ya encontraremos nuevos testigos.
Ahora nos dirigimos hacia la vivienda de Camila, la cocinera, que abre el portón de una casona destartalada y húmeda en Palermo, en cuyo pastizal florece un rosal abichado y algunos geranios secos solo lo intentan. Nos ofrece unos mates sin interrogarnos acerca del diario para el que trabajamos, tiene la misma impresión que la otra mujer acerca de la victimaria.
Ariel deja todo grabado: Camila va a aparecer quizá en las noticias como una especie de sabelotodo, portadora de un conocimiento todavía escurridizo para la policía, la Justicia y para nosotros.
Elena Arquímeventos y Estrada se había casado con José María Funes, un empresario poderoso de la construcción. Ambos rondarían los 70 y pico y disfrutaban de una vida holgada. Los asesinatos siempre ocultan secretos. Y la conjunción de circunstancias inesperadas, puede enloquecer a la más santa. Si para el derecho penal esta clase de delitos constituye una construcción sencilla (matar: dar muerte a otro), para los investigadores y la Justicia, develar los hechos suele resultar difícil aun con un solo sospechoso.
El cadáver habla. Necesitamos esperar los resultados de la autopsia.
Regresamos, Paty me espera, quiere tomar café y consultarme acerca de no sé qué. Se ofende enseguida porque la destrato, dice, clavando una mirada de desprecio en la mía. Va hasta su mesa de trabajo, mueve sus caderas como una reina de las tablas.
Más tarde, un amigo en la morgue me informará que el cadáver de Funes registra lesiones profundas en el hígado y el bazo como consecuencia de las puñaladas pero que su cónyuge, al practicarle la revisión habitual luego de arrestada, no exhibía hematomas. Y un tiempo después, que un asunto relacionado con la sangre la compromete.
Ariel refunfuña, debe editar y no es lo que más le place. Antes de pasar por la isla de montaje, argumenta que en el asesinato hay gato encerrado: estuvo viendo fotos de Elena A. y E. – cara de ángel -, y Funes sostenía en vida, según él, un gesto demasiado adusto. Ello demostraba a las claras que estábamos frente a un ilícito que pudo haber tomado por víctima a la mujer misma; los tipos como Funes son una mierda, etc. ¿Quizá se trataba de un escenario planificado en el cual introdujeron a la esposa aprovechándose de que estaba desmemoriada o confundida porque algo les había salido mal?
Paty se me acerca, inquieta. Olvidada de su ofensa, desea enterarse un poco más de lo que comenta la agencia. Y, acaso por cuidarme, me advierte acerca de unos rumores sobre mí que se han instalado desde que tomé el caso. Asimismo, oyó hablar por teléfono a uno de los directores. Muy nervioso, cortó la comunicación y se puso a caminar dentro de su despacho como un león enjaulado.
– Disculpame, Paty, si no te atendí antes fue debido al asunto que me tiene a mal traer. Algo de ciertos son los rumores que oíste sobre mí.
– Pues no me importan… Me interesás vos, por eso te hice el comentario sobre el director: un tipo tan distante, que nunca se enoja ni sonríe y corta el teléfono ¿desencajado? Alguien lo debe de haber amenazado. ¿No te parece?
– No me asombra, todavía no tengo información suficiente como para atar cabos. Si te enterás de algo concreto, avisame – le suplico mirándola, supongo que con cara de enamorado, a decir por la reacción satisfecha de sus ojos llenos de misterio, como un lago de noche.
Suena el teléfono: número privado. No atiendo, 10 intentos. Finalmente aparece en pantalla este mensaje de whatsapp: “si metés tus narices donde no debés, sos boleta”. Lo reenvío a colegas en quienes confío y le cuento a Paty.
Se está yendo el sol del verano, que anuncia un otoño rabioso. Bajo los pies de los obligados transeúntes, crepitan las hojas caídas de los añosos álamos. Algunas se desplazan por el viento que precede a la tormenta y tapan el alcantarillado. Me dirijo hacia la empresa de Funes en busca de una pista que me facilitaron. En un piso 12 de un edificio marmolado en Córdoba casi Callao, espera Mario, una especie de secretario multifunción. “No tuvieron hijos pese a que la mujer inició varios trámites de adopción. De chica le habían extirpado el útero, él se enteró al casarse y se la bancó como un duque. Imagínese”, agrega, “un católico que se casa con una yerma, y no llega a tener descendencia. Una vergüenza que supieron disimular con elegancia y guita”.
– ¿Mucha guita? – le pregunto-.
– El matrimonio vivía de apariencias, todos aparentan aquí, si no, no hay negocios. Averigüe, otra cosa, no sé.
Averigüé: el matrimonio, en efecto, había intentado adoptar y viajaron a Catamarca para visitar orfanatos. Dicen que a Funes le irritaba que el chico no biológico pudiera convertirse en un jodido. Al fin Elenita – todos la llamaban así – no concretó su maternidad y se conformó, organizando rosarios de caridad.
Si me pusiera a pensar en los secretos que rondan a la mayoría de las familias, no me alcanzaría una vida, pero Funes ocultaba algo serio. Llamé a la agencia para hablar con Paty, y después del musicalizado tiempo en espera, su voz al otro lado del teléfono llegó a mí como un dulce ventarrón… La invité a almorzar. “A las dos en la pizzería de Talcahuano”. Fugazzeta jugosay fainá; cerveza ella y agua, yo: un paraíso repentino en el microcentro, pese a los oscuros pliegues de mí mismo… Tengo que sortear charcos en veredas rotas y partículas de bichos que, acaso sorprendidos por la huida intempestiva del verano, combinan su residual materia con la de plásticos desvencijados y alimentos en descomposición. Tamborilea sobre mi paraguas, la sonora lluvia.
Entro al local de pizzas, empapado, y me siento a una mesa, ignorando por mi ansiedad que Paty ya está disfrutando de un sorbo de cerveza en otra. Sonriente, después de darme una palmadita en la espalda, vamos a su mesa. Solo interrumpe la conversación para ordenar, deja en claro que yo tomaré agua o un jugo. Bebo agua.
Si la dejo hacer, esta mina dirigirá mi vida. Pero esta tarde, después de hacer el amor – porque eso hacemos durante horas -, sé que me le voy a entregar como un recién nacido a su madre el resto de mis días. Patricia Albento, Paty, a partir de ese mediodía de fugazzeta y fainá, es ya mi mundo posible.
El hermano de Funes, un loquito gastador parece que veía a Elena con asiduidad: una de las mucamas los pescó llorando y abrazándose como dos amantes vulnerables. Ariel no da crédito al asunto: Elenita, fiel a su marido, más bien se le sometía. Y si no usaba el apellido de casada, era por provenir de una familia patricia – según averiguó-. Nadie abandona un nombre de aristócrata porque sí, aun casada con un empresario. Además, era mucho mayor que el loquito. Ella no cuajaba en su tipo- dice -.
Le replico que Patricia Albento y yo, agua y aceite, compartimos ahora felices lecho y vida. Otra vez, una acalorada discusión hasta que ingresa un llamado por el interno: “encuéntreme en La Plata. Entre la 8 y la 11 hay un bar a la redonda. Se trata de Funes, no hable de mí con nadie”. Invento una excusa para salir. Tomo el primer ómnibus que me acercará a La Plata.
La Catedral neogótica corona la plaza Moreno, cuyo rayo de diagonales continúa sorprendiendo por su diseño racionalista. Me dirijo hacia el bar a toda prisa y siento que alguien me sigue. En efecto, quien iba a mi encuentro me toma del brazo por detrás y sin reprocharme la impuntualidad, nos sentamos a una vieja mesa del fondo. Pedimos un café y un cortado.
Mañana me voy del país, tengo todo arreglado. Que yo sea un perfecto desconocido me alivia, aunque el asistente del sector “Licitaciones” haya advertido que me enteré de algunas cosas… Mi hermana vive en Almería.
– ¿Ud. trabajaba para Funes haciendo qué? – le pregunto. Un mozo deja, indiferente, el café y mi cortado.
– Eso no se lo cuento ni mamado. Los jueves no los registraba nadie. Sepa nomás que se trata de “Socorristas“, una organización de beneficencia que reunía fondos, se lo repartían entre ellos. Se asociaron con un capital inicial ínfimo, hasta se inscribieron en la IGPJ, con el objeto declarado de realizar donaciones a instituciones de bien público. La mujer de Funes metió las narices donde no debía. Orgullosa del publicitado cometido de “Socorristas” y de su marido, los visitó sin previo aviso ese jueves fatídico, porque supo… No sé cómo (despierta era) y ató cabos y se fue, derechito, dicen que a denunciarlos.
– ¿De qué se enteró?-. Tragué mi cortado de un sorbo. – De algún chanchullo habrá sido…
– Llámelo como quiera. No me interrumpa y escuche. Un grupo de notables, de los que se creen lo que no son por tener algo de prestigio y guita, mucha guita, parece que suponía que la vida es corta para permitir que un conjunto de inútiles despilfarre dineros públicos en gasto social y tal. Con la excusa de donar un poco aquí y otro allá, se hizo una rueda de la fortuna, pues ellos se conectaban a diestra y siniestra con el mundo de las finanzas. Y en menos de 3 años, se hicieron de un patrimonio billonario, que no llegó a destino.
Debido al ruido de los pocillos, la máquina del café y a las voces encimadas de los parroquianos que colmaron el bar, casi tengo que pegar la oreja a la cara del canoso, bien trajeado y ligeramente bronceado que me habla. Gracias a su sabiondez y parsimonia accedo a los oscuros detalles de una especie de secta urbana.
Además le va a interesar esto: Funes tenía un hermano, sacaba plata de la empresa y lo extorsionaba con un asunto de polleras. Esos nunca se llevaron bien, más bien se detestaban. A José María Funes le gustaban las putas. Concurría a orgías, el hermano se enteró. Lo que parece inverosímil es que de un día para el otro, a este se le diera por la droga. Imagínese, nunca había probado pastillas ni porros y de pronto, adicto a la cocaína…
– Me doy cuenta – le contesto, piadoso atento a que mis hombros se encogen, según siento.
– No me interrumpa-. Y continúa: los Funes desde chicos se disputaban el amor al padre, un patriarca de provincia que daba su vida por el loquito, que estudió arquitectura. José María era ingeniero. Dos en pugna… Con el transcurso del tiempo, el odio fraterno los fulminó: uno exitoso y el otro, fracasado. El hermano se divorció tres veces, sin hijos. La cuñada lo protegía como a un chico, se profesaban respeto. Pero ella al fin se enteró, por la infidencia de una amiga, de la doble vida que mantenía el marido. No le perdonó nunca su complicidad al cuñado. La relación entre ellos se averió. Dicen que Elenita había destinado fortunas para que los detectives averiguaran lo de los jueves. Como le dijeron que el marido se reunía con notables para donar fondos y hacer beneficencia, al fin se tranquilizó. Hasta que ese día se les presentó como si nada… Por lo demás, ya sospechaba de un temita poco claro con menores, supuestamente conocidos de Funes y desaparecidos después. El hermano lo extorsionaba, y la cuñada se avivó. Las mujeres tienen siempre un sexto sentido. Y lo peor: empezaron a fugarse al exterior algunos bienes gananciales, que iban a parar a cuentas non sanctas. Las peleas se hicieron de público y notorio, imagínese… Etcétera.
Me quedo atornillado en la silla. Qué sucedía los jueves, en definitiva, en el último piso de la empresa. Mi informante no para de hablar, toma su café; pide dos más y traga su vaso de agua de un saque. Traspira. Se levanta, de súbito, para ir al baño. Pero no regresa.
Luego de esperarlo inútilmente más de una hora, vuelvo a casa angustiado. Paty me espera con unos tallarines a la vóngole y caricias que se prolongan hasta el amanecer.
Durante meses, Ariel y yo nos devanamos los sesos por lo sucedido aquel jueves. Los caldeos diseñaron un calendario regido por los planetas, algo así como darle a cada día de la semana su significación astrológica. Sin embargo, en lo único en que coincidimos nosotros es en concentrarnos para develar algo de esas misteriosas reuniones de “Socorristas”.
Nada. Hasta que una mañana una vieja de manos huesudas, que se estaba dirigiendo hacia mí cerca del Hipódromo, ayudada de un bastón, exige limosna. La había visto antes, cuando revisaba contenedores en la avenida del Libertador.
Pese a ser un cascarrabias, no desprecio al próximo ni el diezmo. Así, le ofrezco doscientos pesos de mi billetera a la vieja, que no agradece. En cambio, me susurra que en Núñez hay una clínica privada lujosa, frecuentada por algún que otro “socorrista”. ¡Por fin, noticias frescas!
– La plata guárdesela, a mi marido médico lo mataron, y yo me salvé el pellejo de puro loca que soy. Ud. no me conoce ni me vio nunca, ¿estamos? Sacándole órganos a los pobres… Un creativo del grupo ese de delincuentes se vinculó con algunos sinvergüenzas de hospitales públicos y de la morgue. ¡Adivine!
– Tráfico clandestino de órganos, no puede ser-. Debo de estar poniendo cara de atónito, porque la vieja me invita a sentarme en el banco de una plaza contigua.
– Mi marido laburaba en un hospital, apenas nos alcanzaba para pagar el alquiler. Cuando se dio cuenta de que debía operar en esas condiciones, como si fuera un chorro, se me puso a llorar como un nene. Ya era tarde, cantó, y al día siguiente me lo mataron.
Me despido y me dirijo a la agencia, donde le cuento todo a Ariel.
– Te lo dije, esos delirantes sabrían de la trama familiar de los Funes, los quilombos con Elenita, y algo pasó para que quisieran transformarse en los jefes de la banda, suprimiendo a Funes.
– No me cierra la visita de Elena a la empresa aquel jueves.
– ¿Por qué no? Debe de haber ido ilusionada, creyendo en su marido. O por alguna otra trifulca para enfrentarlo.
En qué momento Ariel se hizo adulto, me pregunto. Y: “no tenemos material que acredite nada. ¿Qué hacemos?, con indicios y conjeturas no llegamos ni a la policía” – advierte-. No insisto. La noticia sobre el asesinato fue resuelta, al fin, algunos meses después para el gran público. Y la investigación judicial probablemente compartiría el diagnóstico: Elena Arquímeventos y Estrada, Elenita, era a ojos vistas la homicida, aunque una inimputable. Con su internación psiquiátrica y la consiguiente designación tutorial, el patrimonio de Funes y sus empresas no se haría humo para “Socorristas”, que continuaría su misión o cualquier otra para el bien de la nación toda.
A Ariel no le renovaron la pasantía en la agencia, la que no difundió tampoco ninguna de las crónicas que fui escribiendo sobre la muerte de José María Funes. Sin embargo, el director me ascendió, sugiriendo que escribiera un cuento sobre la base de esta historia que no le terminaba de cerrar como crónica, por la falta de sentido.
Y, los plátanos – relato – se inquietan un poco, a juzgar por el leve balanceo de sus ramas. A través del sucio ventanal de un piso alto que asoma a la avenida con la discreción urbana de lo repetido, la paupérrima vida de los otros se desvanece en comparación con el agitado traqueteo del diario. Los automóviles, colectivos y peatones se mueven como juguetes de cuerda.
Paty entra y me estampa un beso de lengua. Deja una taza de café sobre mi escritorio, recordándome que nos veremos en casa.
Y yo adivino en su potente mirada que tampoco tomaré alcohol esta noche.