La guerra de las morcillas

Me había invitado después de cortejarme un rato en palacio. ¿Cómo negármele a Rabelais, yo, una sencilla cortesana? Aparecí, silenciosa, y en cuanto me vio, vestida de terciopelo y con mucha enagua, hizo su ademán y se hincó: qué preciosa estáis, mi señora. Me besó en la mano, en el cuello y en la boca. Pese al antifaz, mi rostro se encendió, y Rabelais se dio cuenta enseguida. Nunca un hombre me había atraído tanto; por lo demás, estaría en su libro, eso dijo. ¿Y cómo yo, una mujer de candorosa sonrisa y cuerpo caliente, iba a negarme a semejante hazaña?, si además podríamos los dos disfrutar de mis artes amatorias.

En el salón había muchas pinturas, y el rojo flamenco de las cortinas duplicaba su espesor a través de los espejos enfrentados que empezaban a jugar con nosotros y nuestros dobles, como si fuéramos cajas chinas. Nunca había visto tanta uva a ser libada y me sorprendieron las liebres y la enorme cantidad de pavos. Rabelais depositó sus manos en mis caderas y tiró de un mantel de sitio: por entre las puntillas, se abrían paso algunos jamones, lenguas de buey ahumadas y bermejas langostas.

Rabelais deslizó sus dedos por mis dientes y me lamió las orejas y el cuello. Yo me quité el antifaz y aflojé mi blusa, pero él me hizo sentar a la mesa para el primer goce; luego vendría el segundo.

Unos jóvenes tocaban mandolín y la cítara. Trincad los brebajes, señora, trincad, que hay tiempo para el goce. Me pareció que cederían todas las costuras de mi vestido porque mi cuerpo estaba hinchándose de tanto banquete, pero Rabelais, que se había limitado a observarme y me bañaba en vino, acercó un plato con algunos paquetes de tripa oscura y olor fuerte. Comed, señora, me dijo, comed, que se os ve deliciosa, y deslizaba sus manos poderosas por entre mis pechos. Yo ya había comido bastante, incluso hasta todas las uvas que él presionó antes contra mi torso.

Rabelais insistía y, para prepararme para la tripa oscura, me acercó el último trozo de jamón. Sentí un vaho ligero y, aunque iba a vomitar, me excité por la presencia del poeta. También, por los jóvenes,  que continuaban concentrados en la música.

Rabelais y yo nos estábamos disputando los goces. Él, enteramente entusiasmado con el de la comida, y yo, con el del arte amatorio, aunque ensanchada como un ganso listo para el cuchillo más que para otra cosa.

Las tripas del plato que Rabelais me ofreció debían ser engullidas para disfrutar luego a discreción el goce del sexo, eso me dijo. Pese a que yo no había perdido la esperanza de visitar los aposentos de Rabelais, no pude con el ofrecimiento. Todo lo contrario, ya estaba al borde de la turbación y del desvanecimiento, así que fue Rabelais quien se ocupó de llenarme la boca con la mezcla sanguinolenta de la tripa, que devolví en forma de vómito de inmediato.

Después del vómito se hizo un insoportable silencio, y los jóvenes del mandolín y la cítara se retiraron.

No pude ejercitar mis artes amatorias con el anhelado Rabelais aquella noche ni ninguna otra. Sin embargo, recuerdo bien que, al despedirse, él apenas me miró y dijo: Mejor es de risa, que de llanto escribir, señora.

Tal vez, ahora que lo pienso, yo inspiré sólo su risa en el banquete, pero algo seguro me fue develado: nunca más habría de intentar el amor de un clásico. A los clásicos, a pesar de que la historia los consagre, sólo les importa anticipársele.

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