La costurera

Conocí a Elda cuando viajamos a Bahía Blanca para comprar un campo. No terminábamos de llegar nunca y cuando por fin nos bajamos del auto, las piernas entumecidas, el cansancio de ver solo maíz y todo aquello bucólico sin gente pues no quitábamos el ojo de la ventanilla, a primera vista nada nos gustó, esperaríamos. Siempre que Eduardo y yo dicidimos no decidirnos, lo hacemos rápido y sin culpa. Ahora que lo pienso no solo no compramos ningún campo sino que nos quedamos satisfechos en Buenos Aires: lo tiene todo y si te aburrís, Europa ofrece su rica estampa. Pero no es de Europa, ni de Bahía Blanca acerca de lo quiero contar. Solo, de aquella mañana cuando el martillero nos mostró la pampa: íbamos en su camioneta hasta la tranquera de cada propiedad en venta. Y como Eduardo prefería caminar, continuábamos hasta el casco de a pie, en silencio. Dábamos alguna vuelta y echábamos una vista ligera como para parecer que conservábamos el interés y nos apeábamos nuevamente de la camioneta en busca de otro destino. El martillero hablaba hasta por los codos, nosotros nos mirábamos sin decir palabra. De vez en cuando nos interrumpía el ruido de los pájaros o pegábamos un salto debido a la súbita aparición de esas liebres salvajes y entrometidas que se cruzan a tu paso para marcar territorio. Qué paz insoportable aquella, no sé cómo puede atraer la naturaleza toda junta, lejos de la ciudad, en la cual carteles de neón, anuncios y la circulación de automóviles y peatones exhiben la algarabía de sentirte vivo.

Siempre quise a Eduardo. Fue mi único novio, me casé de joven y no tuvimos hijos. Los suplantamos por nuestros sobrinos, atentos y felices. Pero los hijos nos hicieron falta, y su carencia ha sido, quizás, el motivo de tanta suspicacia. No solemos apreciar a los demás, no por creernos superiores. Pero la gente es maleducada y estúpida, siempre da la nota. Mantenemos, así, distancia con los demás para resguardarnos de algo monstruoso que los habita. De haber tenido hijos, sin embargo, nos habríamos sentido en el paraíso: poblar el mundo con personas como uno. Buenos Aires perdió su grandeza. Y el país entero. Han sido los gobiernos – no cabe duda -. Claro que hasta Francia ha cambiado, en fin. Eduardo siempre tiene razón y opina lo mismo que digo. Es que ambos somos uno, nos completamos. Eduardo, un médico eficiente y culto, leyó bibliotecas enteras y da en la tecla cada vez que piensa que nos une el espanto, que todo pasado siempre fue mejor, ya no hay decencia, los chorros están sueltos y los honestos pasan por idiotas. Eduardito es mi guía, no sé qué haría sin él. Ha sido un proveedor amoroso, nada tacaño, por eso comparte viajes en los que despliega su habilidad para los idiomas y recita nombres de museos, esculturas y cuadros como si hubiera nacido en la misma Europa. Nos hemos vinculado con lo mejorcito y como la cultura distrae – eso dice Eduardo – hay que dedicarle tiempo y astucia porque no es cuestión de ser cultivado y gentil sin exhibirlo.

Vuelvo a aquella mañana que cambió nuestros días. Finalizada la inspección previa a la compra que nunca se concretó, el martillero nos invitó a su casa. Tal vez quería hacernos descansar para arremeter nuevamente con otras propiedades. Nosotros ya estábamos hartos y enseguida, como dije, nos dimos cuenta de que el campo no era para nosotros. Se trataba su rancho de uno decorado con austeridad y encanto (para mí todas las casas son ranchos excepto aquellas mansiones de Italia, que solíamos recorrer, cuyos lienzos, caballeros, arlequines y obesas damas de amor reprodujimos en los estucos y en cada rincón del piso donde vivimos, en tanto el buen gusto se ejercita desde la cuna y se demuestra en casa).

Seguir leyendo...→

Un hogar con leños, de dimensiones previsibles, calentaba la salita de estar y como si se tratara del monumento a un prócer o más bien, de uno doméstico importante, una singer de a pedales ocupaba el principal espacio. Se respiraba a trabajo, y yo no pude sino compadecer a esa pobre mujer pues, pensé, debe de darle a la máquina de coser hasta en sus noches de desvelo. Eduardo se encendió un cigarro y, sin pedir permiso, desparramó su cuerpo en el sillón a la espera de la prometida picadita.

– Bienvenidos. Me llamo Elda, mucho gusto. ¿Y Uds.? -. Preguntó con amabilidad la señora, con ojos muy abiertos. – Ya me había dicho Ruiz que pasarían por aquí. ¿Prefieren vino blanco o tinto con los salames y el queso?

– Vino blanco, gracias. Yo soy Patricia, él se llama Eduardo.

Me quedé absorta mirándole los ojos a Elda: parecían salidos de una película de terror. Dos esferas de fuego expelidas desde el centro de un volcán activo. Elda continuó su charla y todo parecía normal, dentro de lo normal que puede ser para nosotros gente como Elda. Ella le pidió a Ruiz que trajera una ristra de ajos y cebollas con el escabeche de perdices junto al salame. Y Ruiz se apareció con la picada, abrió unos vinos. Maridaje de sabores: nos servimos porciones abundantes que íbamos colocando sobre el pan casero. Como si nos viera de reojo, la mirada extraña de esa mujer había decidido participar del encuentro, casi en forma autónoma. Ojos por un lado, cuerpo de Elda por el otro. Escondida de los ruidos urbanos que en Buenos Aires te hacen sentir viva, sus ojos al borde de lo inhumano marcaban un territorio desconocido y complejo. Como las liebres. Vaya aclarar que, en el campo, la normalidad consiste en mostrar orgullosos el trigal, los maizales, la soja, defenderte de la plaga, compartir silencio y sonidos con los animales. Nadie se fija si sos flaco o lindo. Menos, si comprendés varios idiomas como Eduardito. Solo en fiesta se respira la competencia femenina de estar delgada, bonita; y también en misa, pues las mujeres nos vestimos para regodeo y envidia de las demás. Si habremos visto peones que parecían mulas cuando caminaban. Otros, percherones. Pero lo de los ojos de Elda se trataba de un fenómeno de la naturaleza, incapaz de pergeñar nadie en la noche más profunda cuando los murciélagos acechan.

Eduardo no prestó atención a Elda, nunca mira demasiado a nadie: solo reconoce a las mujeres de porte refinado. Y Elda no era precisamente llamativa. Cuando estábamos en lo mejor de nuestra conversación con Ruiz, ya que Eduardo y él comenzaron a intercambiar precios sobre caballos que puntualmente compraríamos, Elda se levantó y después de ofrecer una disculpa, se sentó a la máquina de coser. Tenía mucho trabajo, dijo. Sus ojos de ficción empeoraron (no nos sacaba la vista de encima) cuando siguiendo la charla de lejos, hacía alguna intervención correctiva a los dichos de su marido. Voz en alaraca la de Elda, tornaron un encuentro que pudo ser exitoso (me refiero a los caballos) en una escena panicosa, en la cual parecíamos todos atrapados, a punto de morir o algo así. Sus palabras no revelaban nada extraordinario aunque su discurso se transformó, de súbito, en autoritario, repugnante. A Eduardo y a mí nos pareció que los sonidos que Elda dejaba impresos en el aire se asimilaban a una sinfonía con variaciones incongruentes, dodecafónicas; en fin, del peor tenor. (Sé lo que piensa Eduardo de solo mirarlo, y él confirmó enseguida la atrocidad que comenzábamos a experimentar allí.) Elda fue acentuando su plática para darle órdenes constantes a Ruiz. Su marido, un esclavo: llevá los platos a la cocina, traé un té y fijate si queda algo del licor del abuelo. Nunca, por lo menos yo, nos sentimos tan mal.

– Me encantan los porteños, cómo pasa Ud. sus días, Patricia – preguntaba la costurera dándose aires malignos, a puro ojo encendido y agregando una sonrisa burlona, indigna de nosotros. No sé si conté la forma en que nos embistió prácticamente al levantarse de su silla: pasó la tela cosida por entre nosotros y exclamó encontrarse satisfecha de su labor. Dónde nos habíamos metido. Y yo le contestaba sin remedio al tiempo que hacía esfuerzo para esquivar su mirada. Poco después, mientras Ruiz parecía haberse perdido lavando la vajilla en la cocina, conversamos con Elda, un rato, de banalidades. Yo no podía contener el lagrimeo en mis ojos que, al ver los de ella, lloraban del susto. Los ojos de Elda, colorados como el sol poniente, quedaban fijos en algún punto cuando hablaba. Qué mirada la suya, como la de un saltimbanqui sonoro. Querría echarnos culpas o tomarnos por tontos, pensé. Y Ruiz se nos unió aunque sin decir ni mu. Había dejado en la mesa delicias campestres para el postre y el dichoso licor. Trajo unas copitas. A través del cristal límpido de una de estas continuaban brillando los ojos de Elda, descaradamente. Hay ojos verdes, negros; celestes como un cielo razonable, marrones como la almendra y violetas; ojos color del tiempo, ojos insípidos o vigías, ojos aburridos o redondos como la vieja luna. Pero los de Elda, eran fervorosos, llenos de vida (o de muerte). En definitiva, sus ojos se habían quedado fuera de toda metáfora. Tal vez, hasta los había afilado alguna vez para detectar el orificio de la aguja en el que debe calzar el hilo sin chistar. Ojos de puro desacato, sardónicos, de rebeldía burlona, ojos de haberse consumido cosiendo; por esto, anarquistas y de mirada entre hostil y piadosa. Esos ojos que cada tanto, en instantes que se hacían eternos, disparaban a los míos sin apuntar armas me daban miedo y dejaban a los míos, hechos peces.

Ruiz y mi marido se habían olvidado de los caballos y estaban dispuestos a entregarse al licor del abuelo, lo que hicieron de inmediato sin culpa, mientras yo intentaba concentrarme en el sabor de los pastelitos con miel y llevarme a la boca bombones de fruta y otros de almíbar y nuez después. Eduardo y yo no hemos sufrido nunca sobresaltos. Tout le contraire, hemos disfrutado la vida ya que él ha ganado lo suficiente como médico y la herencia de nuestros padres se distribuyó entre hermanos holgadamente, como corresponde. Ruiz y su mujer daban, en cambio, una impresión distinta con sus caras portadoras de un ligero aunque convencido resentimiento. Ya lo diagnosticó mi abuela: el campo vs. la ciudad; lo bucólico contra lo urbano, en fin. Elda se puso a tomar el licor e hizo amagues de volver a la singer. Pero desistió y me invitó a salir al parque, el sol había decidido quedarse y yo debía conocer su huerta. Tomates, calabazas gigantes, perejil y rúcula, todos cultivos en espera de la olla. – Se trata de un trabajo fino, y, usted, qué hace todo el día – preguntó con una sonrisa de par en par, que percibí llena de odio. – No sé plantar ni un helecho – le contesté, molesta. Porque si Elda parecía demostrar intenciones poco amorosas para conmigo, yo no me quedaba atrás. No solo sus malditos ojos se me hacían insoportables: hubiera soplado con fuerzas de haber sabido que podría  hacerla desaparecer en un santiamén. Una vida inútil, de resentida, qué asco, me dije.

Eduardito y Ruiz estaban esperándonos en el porche: debíamos regresar a Buenos Aires de inmediato, dijo mi marido. Los Ruiz nos acompañaron al auto. Y los ojos de Elda continuaban irritando los míos, pero Eduardito, impasible, puso en marcha el motor y nos alejamos de allí lo más pronto posible. Buenos Aires nos esperaba, las bocinas, la vida. E iba cayendo la tarde en la ruta. Mis ojos, por suerte, habían dejado de lagrimear, pero cuando apareció el cartel de bajada a la avenida de circunvalación que nos llevaría a casa, sanos y salvos, sin haber comprado ningún campo ni caballos, otro más grande nos anunciaba que nunca habíamos salido de Buenos Aires. Por detrás, nos seguían los ojos de Elda y Ruiz no paraba de hablar.

Hasta ahora, los Ruiz no nos dejan ni en sueños. Eduardo y yo, atrapados en La costurera, no vamos a dejar de ser, por lo visto, sus personajes. Y, ahora que lo pienso, acaso los ojos de Elda representan los de una escritora muy obsesionada con un final demasiado irracional (y abierto).

.

Compartir ↴